El episodio protagonizado por el historiador Pedro Salmerón obligó a todos a escudriñar en nuestra memoria los años terribles de la llamada Guerra Sucia, en la década de los años 70, con el marco global de la Guerra Fría entre las potencias de occidente y la URSS y sus satélites, incluida Cuba. Fue hace medio siglo. El contexto es importante, porque explica tanto la decisión de muchos jóvenes de tomar las armas, como la respuesta brutal del régimen.
Hace algún tiempo escribí que todo comenzó el 23 de septiembre de 1965, cuando una docena de guerrilleros, la mayoría estudiantes o maestros normalistas, comandados por Arturo Gámiz, tomó la peregrina decisión de asaltar el cuartel militar ubicado en Madera. ¿Qué pasaba por sus mentes? ¿Por qué diablos pensaron que tenían alguna oportunidad de ganar? Por ahí circula una arenga de Gámiz que dice: “llegó la hora de que las vanguardias más audaces empuñen el fusil”. Eso hicieron. En esa mañana fatídica se llevaron sus fusiles 30-30, tomaron posiciones alrededor del cuartel y, en mala hora, atacaron.
Querían confiscar el armamento depositado en el cuartel y después bajar a la población y “expropiar” el banco, sacar el dinero y volver a esconderse a la sierra. Con armas y dinero procederían a emprender una revolución similar a la cubana y establecer en el país un régimen socialista. Nada de eso ocurrió. El plan inicial era realizar un ataque relámpago. El plan B, que fue el que finalmente se realizó, fue empantanarse en una lucha desigual y morir acribillados. No fue un ataque relámpago; fue, dicen las crónicas, un ataque suicida.
En el cuartel había al menos cien soldados, armados, entrenados, pertrechados. Dicen que otro guerrillero, que además de maestro era médico, usó una escopeta calibre 16, útil para cazar pajarillos, pero no para atacar un destacamento militar. Murieron algunos soldados en el cumplimiento de su deber. El asalto se considera el inicio de la lucha guerrillera en México que se desarrollaría por más de diez años y que concluyó con la mayoría de los alzados en armas en el panteón o desaparecidos para siempre.
Años después, una vez que se registraron las grandes represiones del 68 y el 71, muchos jóvenes en el entorno universitario y de las escuelas normales asumieron que los cambios no se podrían realizar por vía pacífica, democrática, y se erigieron en guerrillas. Algunos de ellos se aglutinaron en un movimiento llamado 23 de septiembre para recordar el episodio reseñado párrafos arriba. Optaron por la vía armada y así les fue, pero nadie puede complacerse ni de sus actos violentos ni de que muchos ellos hayan sido víctimas de ejecuciones extrajudiciales en medio de torturas indecibles.
El caso particular del empresario Eugenio Garza Sada fue paradigmático. Una operación torpe, sangrienta, que detonó mucho más violencia. Participaron por parte de la guerrilla seis jóvenes que se enfrentaron a Garza Sada y a dos guardias en las calles de Monterrey muy cerca de las oficinas del magnate. Uno de los participantes, el agrónomo tamaulipeco Elías Orozco, sobrevivió, estuvo en prisión y el año pasado en una entrevista definió el atentado como “traumatizante”. Todo sucedió en fracción de segundos; perdimos el control, dijo. Se perdió el control. Aceptó que era una acción para la que no estaban preparados y no duda en pedir perdón a la familia de Garza Sada. Ahora, desde la óptica 2019, es relativamente sencillo asumir que fue una vía equivocada que condujo a los guerrilleros a un callejón sin salida. La violencia generó más violencia.
Juan Manuel Asai
@soycamachojuan