Las relaciones entre México y Estados Unidos nunca han sido fáciles. No lo serán nunca. No es una relación opcional, estamos obligados a continuarla hasta el fin de los tiempos. La geografía nos ubicó uno pegado al otro en la superficie de la tierra y eso no cambiará. De modo que no queda más que asumirlo y trasladar la relación al ámbito de la civilidad tanto como sea posible.
Digo que nunca ha sido una relación fácil porque en la guerra de 1846-47 no había el problema del narco ni del tráfico de armas ni de la migración centroamericana y de cualquier forma nos invadieron, confiscaron la mitad del territorio, mataron a los Niños Héroes en el Castillo de Chapultepec y pusieron la bandera de la barra y las estrellas en el asta principal del Palacio Nacional. Después de eso, lo más sensato es que no volviéramos a dirigirles la palabra por los siglos de los siglos, pero no, ahí seguimos.
La relación es tan intensa que viven en aquel país, invasor, desalmado y adicto, 30 millones de mexicanos, nacidos aquí o nacidos allá. En algunas ciudades la población de origen mexicano es mayoritaria. La interacción económica es colosal y la red es tan compleja que cada vez que el gobierno gringo nos amaga con los impuestos, los primeros que se quejan son los empresarios de allá.
Cada época ha tenido sus problemas. En nuestros días las drogas y las armas son la principal causa de tensión permanente entre ambos países. Es una espiral de muerte. Los narcos mexicanos se han dado a la tarea de satisfacer el insaciable apetito de drogas de los gringos. Surten con estupefacientes todos los condados del gigantesco país. Esas drogas causan allá una mortandad terrible.
De allá para acá, siguiendo la misma ruta que las drogas pero en sentido contrario, ellos nos mandan armas de todos los calibres, que están causando una masacre descomunal en nuestro país. O sea, como dice el título de esta entrega, nos estamos tirando a matar. Ese problema, el de las drogas y las armas, ya era muy grave antes de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, pero su triunfo equivale a poner a un supremacista blanco en la Presidencia de Estados Unidos, lo que ha añadido el factor del discurso de odio que empeora todo y hace que mexicanos y gringos se encuentre gruñendo, mostrando los colmillos, con el dedo en el gatillo.
Trump alienta a los loquitos fascistas que tienen en su casa una colección de rifles de asalto, porque allá, como se sabe, es más fácil comprar un arma que un jarabe para la tos. Tenemos entonces el peor de los mundos posibles. Dos países con problemas enormes y Trump para arruinar todavía más las cosas.
De nuestro lado tenemos a López Obrador que está conectado, a estar alturas no sé si será para bien o para mal, a su discurso de aspirante a Miss Universo, ese discurso de la “Paz Mundial” y la otra mejilla. Prefiere mantenerse al margen y que Marcelo Ebrard haga lo que pueda para que Trump no enfurezca y en una de esas mande a los marines. Como están las cosas ya no parece tan mala idea eso de construir un muro a lo largo de la frontera. Uno alto e infranqueable. Sería una manera de comenzar de nuevo y hacer como si ellos no existieran y tener otros vecinos, digamos Canadá y Guatemala. Tendríamos problemas, eso que ni qué, pero tal vez podríamos intentar arreglarlos conversando, negociando, sin tirarnos a matar.
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