Ambiciosa, la agenda de reformas que emprendió el gobierno de Enrique Peña Nieto desde el inicio de su gestión, usando para presentarlas a la sociedad el mecanismo denominado Pacto por México, que tuvo éxito sin precedentes gracias a que los astros se alinearon para que firmar resultara benéfico para todas las partes. Para el gobierno porque por primera vez en el México moderno se pudo transitar de las ofertas de cambio planteadas en la campaña a realidades escritas en blanco y negro en la Constitución de la república.
Para los dirigentes nacionales de PAN y PRD, Gustavo Madero y Jesús Zambrano, a quienes la elección de julio del 2012 había dejado en la cuneta, listos para ser recogidos por el camión de la basura. Firmar el Pacto los volvió relevantes, y con el paso del tiempo hasta soberbios. Pasaron de pedir un lugarcito en las páginas interiores de los diarios y pontificar en las portadas sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal para el quehacer nacional. El que menos ganó, el que no lució, pero apechugó y acaso por eso está listo para cualquier otro responsabilidad, es el mexiquense César Camacho, dirigente del PRI, que tuvo que hacer cara como de que sí le estaba gustando cuando todo mundo sabía que no era así.
Esa agenda de reformas, decía arriba, tan ambiciosa como disímbola, tuvo un común denominador que los analistas suelen pasar por alto: su objetivo fue restaurar la rectoría del Estado mexicano en ámbitos en los que fue acorralado por los así denominados poderes fácticos que en los últimos lustros, pero sobre todo desde el año 2000, con el cambio de régimen producto del triunfo de Vicente Fox, acumularon poder como para imponerle al Estado sus intereses y orientar sus decisiones. Esto fue particularmente visible con la reforma educativa y lo es también con la reforma en materia de telecomunicaciones.
El poder del sindicato magisterial y de los dueños de los grandes consorcios de la telefonía y la televisión, la maestra Gordillo, Slim, Salinas, Azcárraga, llegaron al nivel de poner las reglas del juego, jugarlo solos, ganar, premiarse y de vez en cuando darle una palmada en la espalda al jefe del Estado mexicano. Enrique Peña y los suyos, fraguados en otro tipo sistema, tuvieron una revelación: si hacemos las cosas igual no obtendremos resultados diferentes. Las hicieron de una manera distinta y comenzó un cambio de gran calado cuyos beneficios se verán a mediano plazo, quizá incluso con todos ellos hayan dejado sus cargos actuales en la administración pública.
Las reformas son una buena nueva para la clase política en su conjunto. Cualquier partido político con aspiración de tomar las riendas del Estado mexicano en el futuro debería estar celebrando, descorchando botellas de champaña, pues las reformas les dan elementos para controlar a los poderes fácticos y que no sean ellos quienes controlan. Es cierto que ni la reforma educativa ni la reforma en materia de telecomunicaciones son perfectas, que por sí solas no cambiarán de manera mágica el quehacer educativo ni el de las nuevas tecnologías de la comunicación, pero suponen un golpe de timón que no se había visto en el país por lo menos desde la firma del Trato de Libre Comercio de América del Norte. Las reformas rompieron dos décadas de inercia perniciosa que debilitó al Estado y creó verdaderos monstruos que ahora están indignados porque el Estado se quiere meter en sus negocios que operan, lo olvidan, por medio de concesiones. Con las reformas la clase política gana, no sólo Peña, sino todos. El único que tiene razón para estar preocupado es César Camacho y la verdad es que se le contento.