México es un país feminicida. Este rasgo macabro de la idiosincrasia nacional alcanzó notoriedad internacional con la secuencia de asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, Chihuahua, en la primera parte de la década de los años 90. Se habló mucho de que las características de esa localidad propiciaban la violencia diabólica. Su carácter fronterizo, el empleo de mujeres jóvenes en las maquiladoras, que muchas de ellas vivieran lejos de sus familias, la producción de películas porno y snuff, tráfico de drogas, fragilidad institucional, complicidad policiaca.
Para desgracia de todos, esa violencia desbordó los límites de Juárez para extenderse a todo el territorio nacional. Quedó claro que el problema no eran las condiciones particulares de Juárez, sino que ese odio a la mujer combinado con la fragilidad institucional conforma un rasgo de dimensiones nacionales. Las cifras de este delito son resbaladizas, desde la definición misma, pero la cifra de 800 feminicidios el año pasado es de las más repetidas. El país entero requiere estar en una alerta de género.
El feminicidio es sólo la forma de violencia más contundente e irreversible, pero otras formas de violencia como las agresiones sexuales, corporales, económicas son parte de la vida diaria de la mitad de la población del país. La violencia contra las mujeres en el país es un hecho cultural normalizado. ¿Sorprende que las mujeres estén hartas de esta situación y muchas estén decididas a luchar con todo por terminarla? Por muchas menos muertes y casos de violencia países se han declarado la guerra. Es demasiado suponer que las afectadas se queden en casa aguantado el dolor mientras las autoridades deciden hacer su trabajo o los hombres dejan de matarlas y violarlas. Suponer eso es un absurdo.
Todo esto viene a cuento, lo adivinó el lector, por los disturbios del viernes en la tarde en la Glorieta de Insurgentes y en calles de la Zona Rosa, donde contingentes de mujeres protestaban contra la violencia, en particular la ejercida por policías. Un grupo de ellas mostró su rabia rompiendo cristales y pintarrajeando paredes, incluso la base del Ángel de la Independencia. Cualquier persona que sintonizó los noticieros esa noche pensó que lo importante eran las afectaciones a las estaciones de Metrobús, pues no se dio en los medios un contexto para explicar la furia.
De hecho, un salvaje agrediendo a un reportero acaparó reflectores mientras que las causas verdaderas del hartazgo siguieron intocadas. De hecho, los feminicidios, violaciones y otras agresiones han seguido consumándose desde el viernes pasado, mientras hay muchas personas aliviadas porque ya se cambiaron los vidrios rotos. Me ha tocado escuchar muchos hombres y mujeres cuya opinión respeto diciendo que ésas no son formas de protestar. ¿Hay una forma correcta? ¿Hay que mandar un oficio con copias? ¿Acudir al MP? ¿Qué tipo de protesta haría que la autoridad y la sociedad reaccionaran?
El asesinato y la violación producen daños permanentes, las paredes, incluso la base del Ángel se reparan en unas cuantas horas. Me pregunto si los gritos, el grafiti y la diamantina en la cabeza del jefe de la policía provocarán el milagro de que se acabe la apatía. La indignación y los buenos modales no sintonizan. Hay que asumir que la indignación no surgió por generación espontánea. Hay datos para alimentar la furia. Reducir este fenómeno a un episodio de malos modales es una reducción al absurdo. “Parecen trogloditas”, dicen de ellas porque rompen vidrios y arrojan diamantina a las calles. ¿De qué otra manera se debe comportar una mujer en una caverna plagada de asesinos y violadores?
@soycamachojuan