La gran sorpresa del sexenio de López Obrador es el protagonismo del Ejército mexicano. Nadie lo vio venir. Ni siquiera los mandos del instituto armado imaginaron que el nuevo presidente los considerara para todo tipo de misiones; algunas sustantivas, otras estrafalarias, como combatir el huahicoleo, entre las primeras, o hacer conjuntos inmobiliarios fifís entre las segundas.
El Presidente no dio señales de su inclinación por las fuerzas armadas. De hecho, dio señales de que no quería nada con ellas. El trato descortés, por decirlo suavemente, que recibió el Estado Mayor Presidencial en muchos de los discursos de Obrador candidato y presidente electo, auguraba que el primer día del mandato los soldados tomarían camino rumbo a los cuarteles para no salir de ahí el resto del sexenio.
Como suele ocurrir, la realidad se impuso. Ya con las riendas del poder en las manos y contemplando la dimensión de los desafíos, el Presidente revisó sus activos. Se vio casi en el abandono. Tuvo que reconocer que el Ejército es uno de ellos. Clave en la continuidad de la aspiración democrática del país, el Ejército es una de las muy pocas instituciones del país en las que la disciplina y la lealtad tienen un significado real. Los soldados están listos siempre.
Las tareas que les encomiende su comandante supremo son responsabilidad personal de él, en este caso AMLO, que ha decido que se encarguen de manera permanente de la seguridad pública, sin un recambio en el horizonte, y también que hayan irrumpido en las instalaciones de Pemex para combatir el huachicoleo, lo que es un tanto desconcertante, pues hacia adentro de la paraestatal el problema no son grupos armados, sino empleados amafiados que surten de información clasificada a sus cómplices en el exterior y abren y cierran válvulas de distribución en horarios específicos. Contra ellos el Ejército con todos sus vehículos artillados poco o nada puede hacer.
Serían mucho más útiles unos empleados honestos y unos contadores públicos eficientes para revisar si su modo de vida corresponde con sus ingresos. Al interior de Pemex no hay armas. Se necesitan cámaras de vigilancia, supervisión profesional y medidas específicas como la prohibición de teléfonos celulares y otros dispositivos de comunicación con el exterior. Imagino que la idea de poner soldados en las entradas y salidas es meramente escenográfica, para enviar el mensaje de que las cosas van serio, lo que está muy bien, aunque la instrumentación otra vez ha sido deficiente.
El desabasto de combustible ha enojado a mucha gente que se ve afectada en sus actividades diarias, en su trabajo, en su ingreso. No es que el remedio haya resultado peor que la enfermedad, es que no hay —porque al actual gobierno no le gusta hacerlo—, suficiente trabajo de gabinete, de reflexión, de construcción de escenarios. Ellos llegan, ven, y tratando de componer, descomponen.
Si al final del camino el huachicoleo es derrotado todos los inconvenientes se habrán justificado, pues será una victoria histórica del Estado mexicano, pero lo que inquieta es que no se toquen las causas de fondo y que los problemas sólo generen más problemas y no soluciones permanentes. Las imágenes del Ejército tomando las instalaciones de varias refinerías tienen consecuencias dentro y fuera del país. Tal parece que nadie ha considerado el aspecto de la imagen internacional. Como decía, el Ejército ha asumido un protagonismo inesperado. No se trata sólo de usarlo, sino también de cuidarlo, para que su prestigio, su reputación, el respeto que la gente le tiene no se desgaste. Los soldados no son milusos.