Cuando un periodista le preguntó a Chou En Lai su opinión sobre la Revolución Francesa, ocurrida en el siglo XVIII dijo sencillamente: “Ha pasado muy poco tiempo como para tener una idea completa.”
Y sí, en muchos casos los fenómenos sociales necesitan distancia y tiempo para ser debidamente comprendidos. Y eso pasará, me parece, con esta etapa de nuestra historia, la cual ahora es apenas su mero enunciado, un intento, un esbozo quizá. O un garabato.
Pero cuando dentro de algunos años, con la misma acuciosa ociosidad con la cual se han analizado otros momentos de nuestra historia, los cuales devienen importantes por la cantidad de estudiosos encima de ellos, y no por si significado real, alguien deberá analizar cómo fue, cómo se gestó, cómo se inició ese periodo de historia conocido por sus autores como “La Cuarta Transformación”.
Alguien deberá escudriñar en los campos de la historicidad si su redención fue cosa lograda o se trató de un conjunto de ocurrencias con utilidad exclusivamente electoral y de toma del poder; si fracasó, si tuvo éxito, cuánto duró y cuáles fueron sus consecuencias.
Y si quisieran editar en tomos solemnes, como por ejemplo los célebres volúmenes de México a través de los siglos, los autores de tan sesudos compendios sobre historia, sociedad, economía, luchas populares y demás temas nacionales; indudablemente escogerán para su portada, la fotografía de un señor en oratoria fecunda, debajo de la panza de un enorme y opulento avión, “verdadero” palacio volador.
¡Ay! el avión.
Cuántas horas se han dedicado a tan insignificante asunto cuya importancia ha sido exagerada hasta el delirio y la comicidad, porque si para algunos es el ejemplo del fin histórico del dispendio corrupto, para otros es una patochada hilarante eso de andar por el mundo —hasta con el feble auxilio de las Naciones Unidas—,con los nudillos gastados de puerta en puerta para ver si alguien nos hace el favor de llevárselo a precio de remate, sin importar las mensualidades por pagar.
Y la rifa… bueno.
La fobia aeronáutica —los aviones como sinónimo de la corrupción neoliberal y el inmoral tren de vida de los conservadores; el “aeropuerticidio”, la venta simulada de toda la flotilla oficial, excepto de los aparatos utilizados para traer a México la urna de las cenizas incompletas de José José o al depuesto cocalero boliviano Evo Morales; las mascarillas de reventa desde China, los restos de mexicanos muertos en Estados Unidos por coronavirus, los respiradores a bordo del “Mensajero de la paz”, como le pusieron a un aeroplano de Aeroméxico; el reo privilegiado, Emilio Lozoya y cuanta ocurrencia venga más adelante—, es el recurso publicitario más usado por el actual gobierno.
Si en la campaña el aeroplano inaccesible hasta para Obama fue un “slogan” publicitario de innegable ingenio, como el frijol con gorgojo; ahora, dos años después o un poco más, ya es una cantaleta aburrida y sobreactuada, cuya prolijidad no sirve ni como pantalla para disimular el “oso” de un comercio infecundo en los tiempos de la pandemia.
Lo quieren vender, nadie lo compra. Lo quieren rifar, el pueblo no adquiere billetes pues más necesita jamar.
La exacción a los empresarios para enjaretarles el “moche” en la cena del Palacio Nacional (“con tu misma estatura de niño y de tamal”, diría López Velarde), la incomprensible emigración del aparato a California sólo para gastar más dinero en un mantenimiento justificable si se usara; el retorno triunfal con menestrales y mecapaleros mirando el aterrizaje en los puentes de Balbuena, como si volvieran Alberto Braniff o don Joaquín de la Cantolla y Rico.
Así miraban sorprendidos cuando esta ciudad era un pueblote. Como ahora, por cierto.
Pero el discurso de avión opaca todo lo demás. Opaca al virus llegado a México —por cierto—, gracias a los vuelos internacionales. Venganza.
Si no hubiera aviones, no habría pandemia. No se habría extendido de China al mundo para quedarse con nosotros, quizás por los siglos de los siglos, pues los hatos de proteínas llamados virus, no se extinguen, sólo mutan y se transforman. Como la ambición y la mentira. Pero si la política es el arte de tragar sapos sin hacer gestos, ser ciudadano en estos tiempos es comer los residuos de tragarse los sapos.
Por lo pronto, si le van a cambiar de nombre, sería bueno bautizarlo como Heriberto Frías, autor de la mejor colección de cuentos infantiles.
Porque a los mexicanos nos seducen los cuentos.
Twitter: @CardonaRafael