Si uno atiende a los viejos manuales de la teoría de la comunicación, ese fenómeno desarrollado entre un emisor, un receptor y un medio para vincularlos, una conferencia presidencial de prensa cada día, cuando todavía no hay ni sol en las bardas ni caldo en las fondas, es un afán desmesurado.
Los manuales, tratados , ensayos y demás zarandajas sobre la comunicación, nunca ponen énfasis en un asunto, a mi modo de ver, toral:
¿Hay correspondencia de intereses entre el emisor y el receptor? ¿La convocatoria cotidiana a los medios (las redes se convocan y realimentan solas), es un acto de ejercicio democrático para explicar las razones del poder o una defensa cotidiana, a veces de fuerte reacción, ante la crítica?
Cuando los intereses entre el emisor y los receptores no son comunes, no hay comunicación. Hay flujo de información o intercambio de opiniones, presunciones, interrogaciones. NO comunicación. Mucho menos comunión.
Si alguien me dice sólo cuánto desea, no para lograr mi comprensión sino para exaltar su justificación, sin atender a mis necesidades o cree satisfacerlas con la propagación de un credo, entonces estamos ante un predicador persuasivo (cosa muy necesaria en un proceso electoral), no ante un gobernante generoso de su tiempo.
No es una rendición cotidiana de cuentas, es el entrenamiento pugilístico verbal de cada día y el dictado de un guión para el ejército de seguidores de las “benditas redes”, sociales.
Los mexicanos hemos escuchado muchos discursos en torno de la comunicación, los medios y la responsabilidad social tanto del gobierno, como de los ciudadanos, especialmente de los periodistas quienes por fortuna o desgracia, siguen siendo los conductores de las principales locomotoras informativas.
En el Congreso está pendiente una Ley de Comunicación Social con la cual se pretende racionalizar y formalizar el gasto en propaganda gubernamental, mal llamada comunicación. Mentira; es gasto publicitario, no divulgación.
Y mientras se prometió disminuir ese gasto, en el presupuesto se amplía. Además goza el gobierno de la disponibilidad del tiempo oficial y por si fuera poco de la atención matutina a la conferencia del salón de la Tesorería, a la cual acuden una vez muchos, otra vez menos, pero con la resonancia permanente de lo efímero: dura un día, y se renueva al día siguiente.
La información se gasta con la velocidad del fósforo. Es como un cerillo. Su llama chisporrotea y termina en segundos convertida en vara carbonizada.
Pero si la información se diluye, también se desvanece el interés en ella. Y si es la misma, más.
Y por desgracia los temas no son muchos. El ataque a la corrupción, la promesa del cuarto estadio nacional, la regeneración del país, la justicia social, el cambio de régimen y todo cuanto hemos escuchado en años de manera reiterada.
Pero entre los muchos riesgos de esta sobreexposición, hay uno: el presidente de la República se ha convertido, por propia voluntad y casi por celo defensivo del foro, en una especie de Atlas de la opinión oficial.
No “atlas” como se les dice a los grandes libros de geografía. No; Atlas, como aquel titán (hermano de Prometeo), quien cargaba con el mundo, él solo.
Llevar todo el peso de las decisiones y además de las exposiciones, es demasiado para cualquier figura pública.
El presidente debería ser un hombre cuya voz fuera la última y definitiva, en lugar de exponerse a contradicciones, reiteraciones y hasta interpelaciones cada mañana.
Todo exceso es demasiado, ha dicho el yucateco sabio.
Y muchas cosas se debieron acabar antes de acabarse, decía Julio Cortázar.
Quienes defienden esta conquista cotidiana de las primeras planas y los tiempos mejores de la radio y la TV (sin hablar de las benditas redes), le otorgan el mérito responsable de un cumplimiento informativo. Pura democracia, dicen. Pura demagogia, dicen otros.
En un principio las “mañaneras” fueron ofrecidas para divulgar los avances de seguridad en la ciudad de México. Su éxito fue relativo, porque de inmediato se exhibió su verdadera intención: imponer una agenda nacional, en la cual el entonces jefe de Gobierno tuviera tanto espacio como el presidente de la República. Ahí si fueron exitosas.
—Pero ahora, ¿a quién le disputa el presidente la preeminencia?
—A la eternidad.