El deporte favorito de los mexicanos no es el futbol.
Ni siquiera en los tiempos de la liguilla, cuyo diminutivo apenas describe su calidad. Tampoco el beisbol, a pesar de los esfuerzos de Harp y amigos en el poder. Mucho menos el llamado “deporte nacional” de la charrería, cuyo último reducto sindical ha sido declarado en muerte y sepultura por una reforma laboral impulsada desde los Estados Unidos para acomodarla a sus conveniencias en la prolongación del Tratado de Libre Comercio.
El verdadero deporte nacional es la adivinación.
“Porque el águila brava de tu escudo se divierte jugando a los volados:
“Con la vida y, a veces, con la muerte”.
Saber el lado feliz de la moneda, conocer de cuál lado masca la iguana, interpretar los signos y los gestos de las muchas máscaras parlantes con las cuales hablamos y nos vemos día con día, porque en México nadie revela sus pensamientos, porque sugieren y no declaran, porque no se da nada por cierto, porque todos dicen una cosa y hacen otra, porque pasamos de tapado en tapado, de albur en albur, de engaño en engaño.
Y entonces no queda sino adivinar, buscar la sombra de Casandra o acudir al oráculo personal, porque cada mexicano guarda en su intimidad un rincón de Delfos, porque todos tenemos amores con la sibila de Cumas, con la gitana de las barajas, con el tarot de nuestros ensueños.
Todo se interpreta porque nada se dice.
Por eso la conferencia matutina del Señor Presidente es una especie de casa de espejos y a veces de espejismos (espejismo; es-pejismo) y muchos salen de ahí con la esperanza de haber hallado una llave de cristal (como decía Chandler), o una clave para comprender los hechos por venir en un país hundido, históricamente, en el doble o el triple lenguaje.
Por eso muchos creyeron ver en aquel documento firmado por el Presidente el pasado de marzo, en el cual se compromete a no buscar la reelección presidencial —origen de tantos males en nuestra historia—, la clarinada para la preparación de quienes aspiran a sucederlo.
Las claves son sencillas: el control del partido y el gobierno, hace pensar, necesariamente, en una persona con funciones de gobierno y bien a presencia en el partido. Eso elimina a los gobernadores, entre los cuales no se encuentra, ni con lupa, la libra de un garbanzo.
En esas condiciones hoy hay tres pre-pre-pre candidatos: Claudia Sheinbaum la regenta de la CDMX; Marcelo Ebrard, secretario de Relaciones Exteriores, con harta presencia en el interior, y Ricardo Monreal, el alquimista de la Secretaría de Asuntos Legislativos de la 4ª Transformación.
La presencia de Monreal en el partido no es tan suficiente como en el gobierno. Cuando Claudia Sheinbaum le ganó la candidatura para la regencia de la Ciudad de México, Monreal se enfurruñó, pataleó y amenazó, antes de volver al redil —humilde como si estuviera crudo, pues no hay hombre en esas condiciones penitenciales, sin la humildad de la resaca—, y colocarse, con docilidad mayor, en la posición reservada para él.
Y de buen modo, ¿eh?
El caso de Marcelo es distinto. Ha navegado por las aguas de todos los partidos (hasta del Verde) y ha salido sin manchar el pantano. El plumaje, quién sabe.
Los suyos lo alientan y el canto de las sirenas suele embriagar y produce la pérdida del rumbo. A veces la canción de las hermosas náyades, ondinas y nereidas, termina cuando el barco se estrella contra los arrecifes de la realidad. Marcelo marcha solo, por el fácil camino de seguir una política by the book y con el seguimiento de los dictados del Departamento de Estado, el ICE, la DEA y todos los órganos de Washington, quienes han hecho de toda la vida la política exterior de México.
Y ahora, con la inminente reelección de Donald Trump, la fórmula segura para el fin del sexenio.
Por eso deportamos cubanos, les cerramos la puerta a los hondureños, hacemos pequeños campos de reclusión (concentración se oye feo) en Tapachula.
Y Claudia, la más pequeña de mis hijas, se podría decir, pues es una mujer públicamente elogiada en medio de una crisis, por la manera como actuó cuando no había crisis, porque si las condiciones atmosféricas de entonces sólo obligaron a declarar una contingencia en cinco años, las actuales ya baten marca en aquello de la suciedad y contaminación del aire de la Ciudad de México, alguna vez (venga don Alfonso), fue llamada la región más transparente del aire.
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