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Tres Marías



Los colores rabiosos le encendieron las mejillas. No se le hablaba así a María Félix. El animalejo fue sometido, lo sacaron quién sabe a dónde, lo echaron a la calle, supongo, y la corrida prosiguió en el tobogán del hastío.

1.—La tarde era un enorme bostezo. El cartel ya no existe ni para la memoria. Y para entretenimiento bufo, alguien o algunos han echado al redondel un perraco sato y feo, amarillento y asustado. La parroquia se enloquece de chunga. Corre el animal de un tercio al otro. Los peones lo persiguen y el can los burla. Le gritan ole y los toros se nominan en el callejón.

El redactor está en un burladero interno. Cosa rara.

De pronto alguien le golpea el hombro desde la barrera de primera fila. Al mirar ve una femenina mano garruda, sarmentosa. En uno de los dedos el enorme diamante fulge, brilla y deslumbra implacable. El jolgorio del perro sigue y sigue:

—Y usted qué hace ahí quieto, haga algo, ¡saque a ese perro!

—Señora, le digo, yo no trabajo en la plaza, no es mi asunto, además, ¿usted por qué me grita; yo ni siquiera la conozco, yo no sé ni quién es usted…

Los colores rabiosos le encendieron las mejillas. No se le hablaba así a María Félix. El animalejo fue sometido, lo sacaron quién sabe a dónde, lo echaron a la calle, supongo, y la corrida prosiguió en el tobogán del hastío. El redactor se cambió de lugar, subió al tendido cálido y desde ahí miró el eterno espectáculo de una belleza infinita; de una mujer irrepetible cuya principal actitud, presente muchas veces, era sentir siempre el mundo a sus pies, la voluntad rendida de todos los hombres, solamente por la estridente maravilla de sus ojos… y algo más.

2.—La excavación del Templo Mayor había llegado a uno de los momentos más importantes en la historia de la arqueología mexicana. No sólo se avanzaba en el hallazgo de edificios del centro ceremonial. Se reunía evidencia de otros rasgos de la cultura mexica: la sensibilidad artística. La joyería, la escultura mínima, el tallado, las cuentas verdes y los venados y peces de alabastro, las enormes y las pequeñas tortugas, las mariposas diminutas para hacer con ellas el velamen de un barco de sueños.

Eduardo Matos, el responsable de la investigación, ve en riesgo su continuidad en el proceso. Ha llegado a un extremo de audacia mayor: ha llenado el Palacio de Bellas Artes con las joyas del Templo Mayor. Por unos días la gran Sala Nacional se convierte en el Tiffany del pasado mexicano. En las urnas brillan los trozos de oro, los cascabeles arrancados de las mejillas de Coyolxauhqui.

Y esa audacia le ha llenado el entorno de envidias. Por todas partes le llegan chismes y mentiras a Gastón García Cantú, director del Instituto Nacional de Antropología e Historia.

—Voy a llevar una visita nocturna a María Félix. Quiero que vea las joyas. ¿Me acompañas y haces una reseña?, me dijo el arqueólogo.

Esa noche, solos en el gran palacio blanco, ahí íbamos por la escalera de mármol negro. Las botas del campamento y las zapatillas de lujo.

—María, te presento, le dice. Y me pone frente a frente con ella, quien había olvidado aquella tarde del perro extraviado y la respuesta insolente. “Mucho gusto”.

—Así que periodista usted, vaya, pues a mí ya no me dan miedo ustedes, a estas alturas, imagínese si me importa. Buenas noches.

A la distancia la fui siguiendo. Un compañero con cámara registraba los asombros de María frente a las hermosas piezas. En una vitrina hay una pequeña cabeza drapeada, como si alguien le hubiera puesto un trozo de tela adherido a la tierra cocida. Quedan los trazos, los ojos, la sombra de la boca.

—Mira, es un hombre cubierto con la piel de un desollado. Es una maravilla, le dice Eduardo.

—Es una maravilla, repite ella. Yo conozco de estas cosas, Eduardo. Diego me enseñó mucho de esto cuando me llevaba al Anahuacalli a ver sus piezas. Muchas cosas aprendí con Diego...

Los pasos resuenan en la duela. La noche es silenciosa y como sucede dentro de los templos o los museos vacíos, nadie habla, todos susurran. Las joyas brillan y los dedos llenos de brillantes se esmeran en competir contra las luces cenitales.

—¿Y usted va a escribir esta visita?, me dice María.

—Sí, señora. En la revista Siempre!

—Salúdeme a Pagés. Es mi vecino, ¿sabe? Es un gran amigo, ése sí es periodista. Y al acabar el sarcasmo, la boca se cambia de la mueca a la sonrisa: usted también. Espero. Y se aleja con la impresionante ondulación de su melena caoba.

3.—Teodoro Césarman, presidente del Consejo Consultivo de la ciudad de México, le ha conferido a María la Medalla de la Ciudad de México. No importa si la señora vive en París. La ciudad se rinde a sus pies, como suele suceder.

En el Salón Azul del Palacio Nacional hay un brindis tras la condecoración (en ese tiempo el responsable del gobierno de la ciudad era el Presidente de la República a través de un empleado administrativo, jefe del Departamento del Distrito Federal). Se reúnen el presidente Carlos Salinas, Teodoro, Emilio Azcárraga Milmo, Gabriel Figueroa y algunos más ya pasto del olvido.

María mira el candil circular. ¿Te acuerdas, Gabriel, cuando me pusiste ese candil como corona en una escena?

Figueroa, con sus eternos lentes de pasta negra, asiente y recuerda o quizá recuerda y asiente.

—”Sí, María”.

Y ella hace memoria. No salía la escena, no podía darla por una situación personal. Se acababa de pelear con Agustín Lara y la discusión terminó con un arma en las manos del compositor. “Disparó”, decía. Y por poco mata a mi maquillista, “La almeja maromera”, señor presidente. “Era terrible Agustín, terrible…”.

Pero más allá del perturbador recuerdo, el candil estremece con su luz. Y María lo tiene como una corona encima de la cabeza. Esa mañana la recuerdo así, la reina en el Palacio Nacional.

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