Los circos se están muriendo y más allá de nostalgias pueblerinas, queda el hecho de cómo una medida de esta naturaleza incide en el empleo o la falta de trabajo y si en menos de un año se han ido 25 de 30 carpas en el DF y la Zona Metropolitana, en todo el país ya han retirado sus lonas 50 de 300 espectáculos populares de esta naturaleza.
Obviamente en México ocurren cosas mucho más graves. El maltrato a las mujeres, por ejemplo. La trata de personas, las alianzas entre policías y delincuentes; la corrupción generalizada, pero a veces las pequeñas tragedias (chicas para quien no las sufre) nos tiran al suelo (como decían los cursis de antaño) las alas del corazón.
A partir de una legislación cuyo mejor sentido es el oportunismo, el Partido Verde Ecologista de México logró algo a todas luces inconveniente: la quiebra de muchos circos, algunos de ellos de añeja tradición. Y todo en el nombre de la protección a los animales.
Nadie en su sano juicio puede felicitar a los domadores abusivos ni a los dueños de circos cuyos animales sufren privaciones, golpes o tratos innobles. Los animales del espectáculo (felinos, caballos, simios, perros, cebras, hipopótamos, elefantes y demás) son parte de gruesas inversiones y no es mediante la tortura gratuita como alguien protege su dinero.
Los semovientes son parte de un engranaje comercial en la industria del espectáculo y, al haberse roto su adecuada explotación (no su inadecuado trato, conste), se ha desquiciado una actividad productiva, entretenida y en muchos aspectos de añejo contenido cultural.
Los circos han sido durante mucho tiempo reductos de un mundo perdido. Cercano, sí, a los tiempos pasados, pero eso son a fin de cuentas las tradiciones. Valores y hábitos repetidos hasta incrustarse en los pueblos como parte de su identidad. El circo ha sido un espectáculo noble durante siglos, a pesar o gracias a —como se quiera ver— la explotación de los animales, ya sea para erizar la pelambre de los niños asustados cuando el domador mete la cabeza en las fauces de un león o para reír simplonamente con las maromas de un mico, o los saltos eléctricos de un perro bailarín al cual de seguro adiestraron con la vara y la comida. ¿Y?
Pero la información difundida el fin de semana nos habla de cosas tan tristes como esa colombina vestida de gitana flamenca o el descorazonado Pierrot, frustrado y sin mandolina, por un amor desleído bajo la luz de la luna.
Muchos reímos con las simplezas de los payasos cirqueros y otros tantos quedamos atónitos ante el talento coreográfico de un elefante aburrido en su grotesco balanceo. Hoy ni paquidermos ni payasos.
Los circos se están muriendo y más allá de nostalgias pueblerinas, queda el hecho de cómo una medida de esta naturaleza incide en el empleo o la falta de trabajo y si en menos de un año se han ido 25 de 30 carpas en el DF y la Zona Metropolitana, en todo el país ya han retirado sus lonas 50 de 300 espectáculos populares de esta naturaleza.
La noticia no debería alegrar a nadie.
Son cientos de familias arrojadas al desempleo cuando se pudo haber ordenado una más estricta supervisión en el trato y cuidado de los animales, pero la demagogia no conoce matices, especialmente cuando se trata de lograr el aplauso de unos cuantos y ponerse al día con la corriente “animalista”.
Pero estos demagogos han logrado ampliar aquel diagnóstico de José Pagés: tenemos café sin cafeína, cigarrillos sin nicotina, periódicos sin periodistas, circos sin animales y (obviamente y cada vez más) partidos políticos... sin políticos.
Hoy los desempleados del circo celebran, a su modo, la crisis económica. Más desempleo, menos inversiones, más frustración social y… más dinero para los “grillos”, únicos animales de los cuales nos deberíamos deshacer.