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Los ecos del 16 y el asombro diletante



Resulta indudable el éxito de la reciente novela de Enrique Serna El vendedor de silencios, basada en hechos reales, tan reales como la existencia misma del notable periodista Carlos Denegri. Reconozco una íntima reticencia inicial, ante sus páginas y un  disfrute posterior ahora, cuando ya llego a la mitad de su extenso texto.

La novela está sustentada en una buena técnica narrativa y un dominio muy notable del tiempo. Es el trabajo de un profesional. Sin embargo, no termino de tragar todo el rollo. Los episodios memoriosos contenidos en una especie de legajo autobiográfico de Carlos Denegri, lo más novelesco de la novela, sucumben en un intento fallido de sicoanálisis tardío y obvio.

La diferencia entre la historia y la novela; la biografía y la base biográfica para novelar con entera libertad, tiene en este caso límites muy difusos, cuyos bordes, o mejor dicho, la falta de ellos, confunden el libelo con la imaginación, como —por ejemplo— en los episodios relacionados con Polo Sánchez Celis.

Novelar con el nombre real de los personajes, los expone a un juicio del cual no podrán defenderse. Se les usa. La libertad del novelista para inventar un mundo y sus habitantes, eso llamado por Mario Vargas Llosa, el deicidio del narrador, se desajusta con el corsé de una necesaria veracidad o al menos verosimilitud ante la conducta y las palabras de los ahí retratados.

La novela de Serna tiene por añadidura, un profundo impulso propagandístico, de ninguna manera atribuible al autor, sino al momento político actual: el tema de fondo es si Carlos Denegri logró celebridad, fama y hasta leyenda nada  más por ser el corrupto más corrupto en la corrupta prensa mexicana (de entonces, claro, porque ahora ya nadie peca gracias a la IV-T) o si hubo en su trabajo esplendores de calidad hasta por encima de su condición moral y viciosa.

La novela —al menos en el campo profesional de la información—, tendrá las mismas repercusiones de Casi el paraíso de Luis Spota cuando sacudió con sus similitudes y alusiones veladas, a la clase pudiente mexicana de su tiempo, cuyo juego de espejos era ver quién descifraba a quién en los rasgos ocultos de aquella rastacuera sociedad..

Pero si aquel era un retrato sugerido, éste es un retrato escrito.

Por haber conocido personalmente a todos los personajes ahí nombrados (empezando por Denegri), habiendo trabajado con y a veces para la mayoría de ellos: Díaz Ordaz, Echeverría, ­Zabludovsky, Scherer, Kawage, Garza, Galindo Ochoa, etc), me sorprende cómo Serna desperdició la oportunidad de retratarlos con sus rasgos más útiles. Nadie se queda con  sus descripciones de Jacobo, por ejemplo. Escribe de ellos como si no los hubiera conocido nunca.

Nadie sabrá cómo es y cómo fue, por ejemplo, Manuel Mejido. Enrique Loubet Jr. no merece ni un apunte, ni una caricatura, siquiera. La imagen de Julio Scherer es apenas una repetición de la leyenda mal contada por Vicente Leñero, su amanuense, en Los Periodistas.

Serna dejó escapar una interesante galería: nombrar a los personajes de manera tan superficial, los aleja de aquella orden a la cual sometía Pulitzer a sus reporteros: describir a los protagonistas de un texto hasta con los colores de su ropa. Y eso porque Pulitzer terminó casi ciego y quería retratar el mundo para sus lectores.

Sin embargo, la novela tiene como mérito mayor haber llevado el periodismo a la literatura. El periodismo, como inspirador literario, no tiene en México muchos personajes. Quizá Spota, por su propia condición, creó su personaje en La estrella vacía. Muchos le atribuyen ­rasos de autobiografía. No lo sé, nunca me lo confirmó.

Durante mucho tiempo se dijo: en México no hay novela policiaca porque no hay policía. Muchos lo desmintieron: ­Helú, Bernal, Bermúdez, etc.

También se dijo, no hay novelas de periodistas porque el periodismo mexicano no sirve. Es pura prensa vendida. Puro chayote y embute. Pero esas son consideraciones secundarias. No todos son Pereyra como la novela de Antonio Tabucci.

Salvador Novo hizo A ocho columnas y terminó peleado con Denegri, como de pleito acabó con tantos otros. Novo era una personal temperamental adornada con anillos de horror y peor tupé.

Hoy no hay un columnista capaz de erigirse en la voz del poder, dice uno de los jilgueros editoriales de la IV-T. Algunos lo intentan cada día, hasta en el Canal 11, donde duran poco.

Hoy la voz del poder es Eugenia León, cantándole condenas a los buitres neoliberales en la espantosa parodia de versos cojitrancos de “La paloma”, frente al Palacio Nacional…

Hay de voces a voces…

 

Twitter: @CardonaRafael
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