Uno quisiera a veces la capacidad de otros para ver las cosas. Pedirles prestados sus ojos para mirar con otra óptica, alejada de la propia. Pedirles lo contrario, sería vanidoso e igualmente imposible. Por eso cada quien ve cómo puede y escucha según su deseo.
Unos miran con antojos (por encima de los anteojos), y se dejan llevar por la imperiosa voz de la corriente, de la moda fácil, y envuelven sus apreciaciones en el duro ropaje del esnobismo, según el cual el agua jabonosa barrida a plena pantalla por una escoba en el patio de la familia de los protagonistas de Roma, es un preludio circular del espumoso oleaje de Tecolutla, a donde la imprudente y dipsómana madre lleva a sus hijos y los descuida para darle oportunidad a una indígena, ajena al mar y sus corales, de un rescate heroico.
Me encantaría comparar a Yalitza con Antígona. O ya de perdida, con Columba Domínguez.
Yo, de veras, quisiera creerme la mitología instantánea con la cual se ha convertido a esta joven mixteca, Yalitza Aparicio, en el centro de toda admiración y toda promoción, expresadas en las siempre dudosas páginas de las revistas del corazón o eso llamado por algunos cursis, el periodismo de vida.
Más allá de las virtudes o excelencias de la película de cuya calidad y “visibilización” del trabajo doméstico, todos hablan —hasta quienes en el extremo del oportunismo político dictan medidas desde la dirección del Instituto Mexicano del Seguro Social para engordar la nómina de los derechosos con las trabajadoras sociales—, a mí parece indignante la exhibición de la señorita Aparicio, a quien suben y bajan, envuelta en ropas cuyo estilo no le corresponde y convertida en una especie de atracción para sorpresa de los extranjeros.
Guardadas las proporciones, encuentro este texto de López de Gómara, en el siglo XVI:
“…entre los presentes que Cristóbal Colón traía a los Reyes Católicos figuraban diez indios, de los que tan sólo seis llegaron a la Corte, pues el resto no sobrevivió a la travesía… para que aprendiesen la lengua, para que cuando aquestos acá tornasen, ellos y los cristianos que quedaban encomendados a Goacanagari, y en el castillo que es dicho de Puerto Real, fuesen lenguas e intérpretes para la conquista y pacificación y conversión de estas…”
Obviamente resulta excesiva la exhibición circular de la ya dicha Yalitza por cuanto vival del photoshop en las portadas y los reportajes insulsos.
Se busca ofrecer una vista no conocida de los atributos de una muchacha, cuyo mejor atributo físico es no tener ninguno en las proporciones requeridas para competir contra Charlize Theron, por ejemplo. Sólo tiene su trabajo ocasional y su inteligencia.
De su trabajo —profesional o no—, ya tenemos muestras.
De lo segundo, se esfuerzan en adulterar su forma de ser, su manera de vestir, sus rasgos mestizos, sus proporciones y sus verdades socioculturales.
Los mercaderes del cine (una de las industrias más corruptas del mundo, trasladada hoy de Babilonia a Roma), la han convertido en una especie de “acting mexican curious”. Y ella, se deja llevar.
Muy difícilmente en la zona mixteca (como decimos los mexicanos) de su pobre casa de Tlaxiaco, con láminas, cartones y antena de televisión, podría ganarse para la familia entera los dólares de una portada en cualquier revista, en la cual se escuchan los ecos de un discurso de asimilación (e imposición) cultural interminable.
Ya el cronista Pedro Mártir de Anglería, dijo de la incomprensión:
“…llevaban consigo a ‘cuatro de los principales del país y a dos mujeres para que atendieran a sus maridos, según su usanza’.
“Son gente algo morena; ambos sexos tienen perforada la parte inferior de las orejas, y llevan dijes de perlas y oro.
“Los varones taladran todo lo que media entre la margen extrema del labio inferior y la raíz de los dientes de abajo, como nosotros engastamos en oro las piedras preciosas que llevamos al dedo...
“…ejemplo que nos enseña de cuántas maneras el humano linaje se abisma en su ceguedad, y cuánto nos equivocamos (…) veo que nuestros isleños de la Española son más felices que aquellos, siempre que reciban la doctrina cristiana, ya que pasan su existencia desnudos, libres de pesos y medidas y del mortífero dinero…”
Desde entonces no es posible ver el mundo indígena con naturalidad.
Al indio, o a la india, los rechazamos o los queremos domesticar a nuestros usos y cambiarlos, transformarlos, así sea con las aguas lustrales o los vestidos de Dior.
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