Se cumplen los tres primeros meses de un gobierno cuya autodefinición resulta arduo empeño: la Cuarta Transformación, trabajo cuya trascendencia y condición revolucionaria no oculta la intención de una escritura de la nueva historia.
Más allá de la magna tarea de quien se siente y proclama elegido por sí mismo para encabezar esta fase decisiva de la historia nacional; los caminos para lograrla parecen a veces divergentes y, si se compara este tiempo con el de la Independencia, cuya consumación (parcial) tardó una década, o la Reforma cuyos mejores logros fueron los monumentos de civilidad y desprendimiento del cordón umbilical de la Santa Madre Iglesia, y la restauración de una República tras el fallido ensayo de un Segundo Imperio, hoy no se ven en el horizonte enemigos de la misma dimensión ante los cuales convocar a una segunda generación de gigantes.
Ni siquiera los empeños de una Revolución, cuyo origen fue el hastío por la perpetuación de un hombre en el gobierno y el levantamiento contra un golpe de Estado propílico por los Estados Unidos, entre otros factores, con los sucesivos enfrentamientos entre ejércitos de mexicanos contra mexicanos, tienen en estos días un paralelo con los propósitos de una cuarta etapa ancilar en la vida mexicana.
Hoy los mexicanos no tenemos un enemigo visible en el extranjero, excepto los Estados Unidos, ante cuyo gobierno el presidente López Obrador ha tenido —en contra de su estilo interno—tacto de neurocirujano y modos de cortesía invariable.
Los manotazos de Donald Trump en su Congreso, las frecuentes diatribas contra una frontera amagada por los migrantes centroamericanos, el recuento de la criminalidad mexicana en los peores momentos de la violencia —según él y con cierta razón—, son tomados por el Ejecutivo nacional como muestras de respeto. Tanto como para prestarle el país en calidad de sala de espera para no expulsar a los hondureños hasta Honduras y dejarlos del otro lado de la línea, es decir, el nuestro.
Pero la transformación a la cual ha convocado el Movimiento de Regeneración Nacional, no se sabe si en seguimiento de un discurso de campaña perpetua de un gobierno cuya mayor finalidad es la ganancia electoral porvenir, en dos años más y los siguientes lapsos sexenales, o como preludio de una realidad por venir, ha dado señales, al menos, de cambio.
Cambios menores, simbólicos si se quiere, pero cambios al fin.
Por eso al estilo de gobierno se le imponen normas de austeridad; se venden aviones (aunque el negocio sea poco rentable) y automóviles, se suspenden obras cuya terminación les habría dado la razón a quienes se marcharon entre silbidos y abucheos y se colma el espacio con declaraciones, muchas declaraciones; explicaciones, muchas explicaciones y reiteraciones, muchas reiteraciones.
Alguien dijo: comunicar es gobernar. Y si eso es cierto, este gobierno “sobre gobierna” de forma permanente y a veces hasta el aturdimiento.
Por eso el Presidente se ha empeñado en no dejar ni un solo espacio vacío y en no ceder ni un solo milímetro del terreno. Nadie puede hacerle sombra a su palabra. Ni los críticos, ni los académicos, ni los alguna vez inflados intelectuales, ni las buenas conciencia, ni la sociedad civil, ni los centros de investigación, ni los artistas (casi todos devotos suyos), ni nadie puede disputar el espacio. El espacio es el poder.
En ese sentido, mientras la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, ha confesado la dificultad para comprender a veces las palabras presidenciales, su colega en la Función Pública, Eréndira Sandoval, con asombro de novicia frente al Papa, ha dicho, el Presidente (su presidente), es el Estado.
Quizá su desliz se debió a un tropiezo nervioso por las cámaras de TV, pero para eso hay profesores, quienes le pueden ofrecer lecciones de comportamiento ante los medios, circunstancia ante la cual no tiene curtida la piel.
Además, ella es una mujer sencilla, alejada de reflectores y candilejas, dedicada al servicio público.
El gobierno ha desplegado, en este trimestre inolvidable, muchos recursos persuasivos, entre ellos sus novedades escenográficas, como el cierre de Los Pinos o el uso de aviones comerciales; una captura monopólica de la información incesante. Eso conocido como la agenda.
No importan las contradicciones ni los brincos para atrás. No pesan los datos equivocados, mucho menos las acusaciones ni las descalificaciones.
El Presidente, como un molino de viento, mueve sus aspas y en sus brazos de aire se mueve toda la patria cada mañana, cada día, sin espacio para respirar o reflexionar.