La política siempre está llena de paradojas. Los habitantes de la Ciudad de México por ejemplo, le deberíamos vivir eternamente agradecidos a Gustavo Díaz Ordaz por haber iniciado las obras de Metro y puesto esta capital, tardíamente, como todo en este país, en una ruta de modernidad al menos en el transporte público.
Pero, lejos de eso, a nadie se reprueba más. La noche de Tlatelolco lo perseguirá, justamente, tanto como a Enrique Peña lo seguirá por la vida —injustamente— la noche de Iguala.
Ayer, según nos recuerdan las efemérides, se cumplieron 49 años del primer recorrido en la primera línea, apenas de Zaragoza a Chapultepec.
“…El tramo inicial de la Línea 1 fue inaugurado el 4 de septiembre de 1969 y contaba únicamente con 16 estaciones (Chapultepec-Zaragoza). Juan Cano Cortés fue el primer conductor del metro que partió de la estación Chapultepec mientras que Salvador Terrón lo hizo desde Zaragoza. Desde su fundación, el convoy anaranjado se convirtió en ícono de movilidad de la Ciudad de México. En nuestros días, miles de personajes, historias y experiencias se desarrollan en este laberinto que también resguarda joyas arqueológicas, científicas y culturales”.
Más allá de la discutible prosa oficial en el párrafo memorioso arriba citado, vale la pena citar este otro fragmento de historia.
“…En julio de 1969, Armstrong y el piloto del módulo lunar Buzz Aldrin descendieron a la superficie de la Luna y caminaron por esta durante dos horas y media, mientras Michael Collins los esperaba orbitando en el Módulo de mando y servicio. Los tres astronautas fueron galardonados con la Medalla Presidencial de la Libertad por el presidente Richard Nixon. En 1978, el presidente Jimmy Carter le concedió la Medalla de Honor Espacial del Congreso y en 2009 le entregaron la Medalla de Oro del Congreso de los Estados Unidos”.
Aparentemente, los dos hechos carecen de relación entre sí. Y es cierto hasta un punto. Lo notable es la distancia tan grande entre la Tierra y la Luna y entre la capacidad de tecnológica de Estados Unidos y México. Mientras aquellos ya habían llegado al infinito y más allá, como dice el otro Buzz, nosotros apenas estábamos cubriendo los trenes subterráneos metropolitanos, inaugurados muchos años atrás en Francia o Inglaterra.
El Metro de la Ciudad de México demoró su construcción por una simple razón: la politiquería. Los camioneros y sus intereses, pugnaron por evadir la solución más racional y útil. Postergaron la construcción con un pretexto estúpido, gemelo del obstáculo de hoy contra el Nuevo Aeropuerto Internacional de México: la blandura lodosa del suelo.
La verdad es otra: las decisiones se toman de acuerdo con el avance de los grupos pugnaces que se verán favorecidos con los contratos y las construcciones. Eso es todo.
Por eso en México no tenemos ferrocarriles desde el tiempo de Porfirio Díaz: primero, por la necesidad simbólica de no hacer cuanto el tirano derrocado (en verdad nunca lo fue, simplemente se largó a París), hacía, y segundo por la competencia entre dos negocios, tender vías o hacer carreteras.
Ganaron éstas y como dijo anteayer el Presidente Peña en su último mensaje: hemos desarrollado una red sexenal de caminos asfaltados, suficiente para llegar de aquí a Alaska, pero no pudimos hacer ni el tren de Querétaro ni acabar el de Toluca. Como si estuviera tan lejos.
Pero esas son divagaciones. Lo importante es el Metro cuya red, a pesar de todo, ha crecido notablemente. Podría ser mayor, pero en esto, como en otras muchas cosas de la vida, sólo tenemos lo visible. Esto es y los aguacates se ofrecen a ese precio y se los estaban llevando. No hay más leña que la que arde, dice el cacofónico refrán y con estos bueyes aramos, porque otros no tenemos.
Los viejos revolucionarios del estilo de don Alfonso Corona del Rosal, cuyo busto, por cierto, desapareció como los boleros, de la remodelada glorieta de Insurgentes, símbolo y ornamento del Metro con su gran cúpula de plástico, igual a la del Museo de Arte Moderno y sus paredes decoradas con glifos recientes, hacían las cosas cuando la política se los permitía y lograban —sin consultas, ni zarandajas—, transformar la realidad.
Nunca se les habría ocurrido mirar como una solución para el transporte, la reducción de carriles de autobuses y automóviles, para dejar veredas exclusivas para uso de inexistentes bicicletas o gozo de tres o cuatro hipsters con pedales.
En la reciente contienda electoral el candidato del PRI, Mikel Arriola, ofreció la construcción de cien kilómetros de Metro para aliviar la fatiga circulatoria de esta ciudad, cuya esclerosis la tiene al borde del infarto masivo. Perdió.
La ganadora y cercana jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum, quien es ingeniosa y fantasiosa, ha propuesto lo mismo. No lo podrá hacer.
Y quizá tampoco pueda con la graciosa idea de hacer un “Cablebús”, de 50 kilómetros de longitud (como el funicular de Eruviel), para alimentar a un saturadísimo Metro; cuya ampliación debería ser cotidiana, incesante, interminable y no a pausas, como sucedió cuando gobernaba Andrés Manuel, quien no le añadió ni un centimetrito.