En mayo del último año del siglo XX, Hugh M. Hefner escribió el prólogo de un interesante libro (James R. Petersen) llamado El siglo del sexo, una historia de la Revolución Sexual 1900-1999, cuya línea final —“el planeta no volverá a ser el mismo”— acaba de ser despedazada, y al mismo tiempo confirmada, por el imperio cibernético de la internet, con todas sus aplicaciones, las conocidas y aquellas por venir.
“La historia de este libro —dice Hefner, dueño del consorcio del conejo de etiqueta— es la historia de cómo fuerzas poderosas en América trataron de impedir el acceso al placer y la libre expresión de la sexualidad humana. Es también la historia de aquellos que se opusieron firmemente a esa corriente y alcanzaron un momento de cambio que se extendió a todas partes”.
La proa de ese barco lúdico, alegre, irreverente y deleitoso, al menos a la vista, fue el semanario Playboy, cuya exitosa actividad editorial se le debe a la concurrencia de varios factores. La perspicacia, el buen gusto, la plasticidad, la profundidad editorial, democrática, crítica y liberalizada, en contraste con la ligereza de los “pin ups” (anzuelos comerciales para una incesante actividad de militancia por los derechos sociales) y, evidentemente, la eficacia del servicio postal de los Estados Unidos, cuya derrota en el litigio para distribuir material “indecente” permitió la construcción del monstruo editorial.
Pero los servicios postales en el mundo ya van de salida. Son tan viejos ahora como para el tiempo cercano lo eran las postas, los relevos y los corredores cuyos ligeros pies cruzaban cerros y montañas para traerle pescados frescos a Moctezuma. En tiempos más cercanos, el símbolo de la decrépita vejez es un simple telegrama, bisabuelo del e-mail o el Whatsapp.
Hoy las revistas genéricamente llamadas “de viejas encueradas” (¿dónde estás, Ortega Colunga?) son antigüedades sin audacia mayor.
Por eso Playboy, precursora de tantas cosas, decide sustituir la lujuria bien iluminada (geniales fotógrafos como Romeo Posar o Tom Kelley, quien logró la hazaña estética del desnudo rojo de Marilyn para el primer número en 1953), por otros contenidos alejados ya de la simple exhibición del cuerpo femenino, así haya sido al grado de las audacias casi obstétricas de Hustler.
Ahora veo a Marilyn en aquella célebre fotografía con la cual se inició el cataclismo de la mirada. Le pagaron 25 dólares. En una fotografía de la serie, sobre una cortina escarlata con pliegues cuidadosamente accidentales, la pelirroja devenida en rubia (“nadie puede ser tan rubia y tan natural”, le dijo de sí misma a Truman Capote) aparece un cuerpo palpitante en la insólita flotación de un plano imaginario.
“No le habíamos puesto más que el radio”, dijo Kelly.
Sus piernas están dobladas como si se fuera a sentar sobre sus muslos aéreos. Tiene el estómago contraído. El vientre muestra carnosidades turgentes (necesidades urgentes) y los senos son delicados y coronados por areolas rosáceas. El cuello es largo y firme, la curva de su mandíbula es perfecta en el óvalo de un rostro ladeado, de mejillas como pétalos, sobre el cual estalla una boca de rojos labios entreabiertos. Su sonrisa es a un tiempo invitación y desafío. Los bucles de oro caen sobre los hombros.
La insinuación era un valor o como dijo alguien: el erotismo no es mostrar una mujer desnuda, es mostrar una mujer desvestida.
La historia de Playboy, comprendida como la desmitificación de una industria editorial cuyo aporte más visible fue la belleza femenina (¿alguien recuerda a Barbie Benton o a Patty Mc Guire?), pero cuya aportación a la sociedad crítica fue indispensable en los debates sobre derechos de los homosexuales, libertad de elección, nueva comprensión de la vida en pareja, despenalización del aborto y tantos otros temas hoy vistos con la normalidad del globalizado siglo XXI, parece llegar a su fin, el menos en esta etapa.
El mundo del abordaje publico de la sexualidad humana en la sociedad contemporánea podría tener dos pal
abras, una de principio y otra actual. No digo final, pues en los asuntos sociales no existe el fin, sino la etapa, pero ahora podremos hablar del lapso entre el primer Playboy y la primera dosis de Viagra.
SIGLO XIX
Pero en México volvemos a veces al siglo XIX. Lo crea usted o no, la secretaria general del PRI, Carolina Monroy del Mazo, ha propuesto la “ley seca” en San Lázaro. No en salón de sesiones, sino en el restaurante de la Cámara de Diputados, con un argumento tan ñoño como inexacto:
“El alcohol entorpece el funcionamiento óptimo de las capacidades humanas…”.
¡Ay!, nanita…