Quizás otros puedan o quieran analizar la importancia de haber capturado a Servando Gómez, La Tuta, en momentos como estos, cuando la delincuencia se disfraza de magisterio; cuando los cuarteles militares son atacados con explosivas botellas de ácido y gasolina; cuando las carreteras se atascan con bloqueos cotidianos y los riesgos contra la estabilidad nacional aumentan; cuando los tiempos parecen poco propicios para la confianza, pero entre todo ese desconcierto mexicano surge de pronto, sometida, la figura de cabeza gacha, hundida en la mirada estupefacta de sus propios pasos, de un hombre anacrónico y terrible, cuya actuación requirió de un mítico disfraz de “caballero templario”, como si la conquista de una imaginaria Jerusalén le hubiera sido confiada por poderes superiores, indescriptibles y difusos*.
Y en el juego de las imágenes veo otra fotografía, ya añeja, en cuya atiborrada congestión de objetos se exhibe, quizá, lo inexplicable de esa mescolanza, donde conviven símbolos incompatibles: la bandera nacional, la casulla de un templario confeccionada con baraturas textiles de brillo proletario y grecas primitivas; una larga tizona de empuñadura cruciforme y pomo de vidrio corriente; cuadros diversos de fotografías en blanco y negro, como una galería familiar; una imagen religiosa de acendrado catolicismo, como el Sagrado Corazón o San Martín Caballero; un cartel cuadrado con la célebre fotografía del Che Guevara; un fusil de asalto cercano, y preparado por si su dueño lo llega a necesitar; la portada de un libro rojo con la vida de “El más loco”; una carátula de la revista “Proceso” en su aniversario 35, semioculta por el filo de una segunda espada fulgurante. Vaya cosas.
Y en el centro de todo eso, de esa abigarrada colección de objetos raros, cuyo saturado espejo de bazar o bodega decora la oficina, un hombre mira de frente a la cámara.
Lleva una gorra de lona color crema, como de beisbolista, donde alguien ha bordado una escarlata cruz de Malta. Quizá no tuvo tiempo, en su apresurada condición de profesor, previo a la actual Reforma Educativa, para distinguir entre los Templarios y los Malteses, pues si bien unos y otros querían la reconquista de los Santos Lugares y la custodia del Templo de Jerusalén, los separaban algunos años y distintos orígenes y patronazgos. Pero en fin.
Bajo la gorra hay una cabeza. Esa cabeza está forrada por una piel ceniza y morena.
La instantánea ha detenido la cara del hombre cuyas mejillas se oscurecen con una barba incipiente y rala. Mientras habla, la luz capturada le ha dejado la boca abierta en una redonda “O” tras la cual apenas se asoman los dientes inferiores. Tiene los labios abultados, gordos, ensalivados. La nariz se desprende aquilina hacia el bigote y las aletas son anchas y ventiladas. La gorra se va de lado.
El hombre, sentado tras una mesa, lleva un traje militar de campaña. Manchas verdosas y cafés para confundirse en la jungla, en la maleza, en algún bosque inexistente.
Los antebrazos están descubiertos. Pocos vellos. No se miran músculos prominentes. Sobre sus hombros con charreteras de tela se ajustan dos tirantes negros. Sus manos con dedos rechonchos, colocadas al frente sobre la ya dicha mesa, apenas sugerida en la imagen, sostienen un folleto blanco con un documento imposible de descifrar. El foco traiciona la lectura. Quizá sea el manual operativo de los Templarios michoacanos, alguna vez llamados Familia. O su catecismo de obligaciones crueles y precisas. Quizá.
Los angostos ojos del hombre, vivaces rendijas, tienen un brillo animal. Astucia, desprecio, temor, cautela. Todo eso se mira por las líneas de este señor cuyo nombre en femenino recuerda –dice él—la nariz de su abuelo.
Ese hombre sembró la muerte, la extorsión y el chantaje por todo un estado de la República Mexicana, donde desde hace mucho tiempo se han asentado confusiones temporales tan acusadas como su propia historia, en la cual se mezclan la Kalashnikov y el Tarot, cuya lectura podía determinar la vida o la muerte de alguien. Mala hora si al voltear el naipe aparecía un esqueleto. La sangre correría segura.
Servando Gómez, La Tuta, camina como si sus pies fueran de piedra. Lo llevan sometido dos implacables policías federales de impecable armamento. Ellos se cubren el rostro para frenar cualquier venganza, sobre todo hacia sus familias.
Uno de los enmascarados le coloca la manaza en la nuca y lo hace mirar el suelo de su último sendero. Los ojos del hombre apenas miran de soslayo. No puede alzar ni la mirada ni la cabeza casi rapada. Sólo puede arrastrar los pies antes de mirar fugazmente un helicóptero “Blackhawk”, sobreviviente de la guerra de Irak, tierra lejana, allá tan cerca de la remota y desconocida Jerusalén, donde alguna vez hubo un templo por cuya custodia el mundo cambió durante siglos.
Quizá en ese trayecto de calvario haya tenido tiempo de ver cómo han subido a su hermano Flavio, a quien capturaron en la lejana ciudad de Mérida, casi simultáneamente a cuando irrumpieron en su enrejada casa de Morelia. Lo han embutido en un transporte llamado “Rinoceronte”, un mastodonte blindado a prueba de fuego y rescates temerarios.
Pero quizá el hombre haya pensado cómo cayeron todos; toda la familia, cómo detuvieron a Sayonara, su hija, de cuya fotografía sólo llaman la atención los implantes pectorales de notoria y voluminosa opulencia; su hijo Huber, envuelto en el humo aromático de un puro desproporcionado para su juventud.
Llega la vida con una más de sus sorpresas. ¡Ah!, la familia y sus trampas, cómo ibas a pensar en los riesgos de un inocente pastel de cumpleaños, si los sabuesos olisqueaban por las calles a tus emisarios, si sus pasos eran seguidos por sombras silenciosas, si te bajaron del monte, te quitaron de Lázaro Cárdenas y de todos los pueblos donde sembraste casas de escondite, si te fueron dejando solo, solito, solititito, como ahora, hundido en la miseria de esa celda cuya luz jamás se apaga y ahora debes aprender a dormir con el foco en la cara, a saberte vigilado, en el escaso sueño y en el retrete indecoroso, por una eterna cámara cuyo ojo nictálope te mira insensible, fría, perdurable, eterna.
El más buscado, el más peligroso, el primer enemigo nacional, el cabecilla, el líder, el Templario, el fugitivo, el hombre del salto y la mata; el Profe, La Tuta, la leyenda para todos, hasta para sí mismo, aunque quizá ahora ni en su propia conciencia haya espacio para esa historia.
Hoy sólo resuenan, quizá en su cabeza hoy pelada , algunas de sus palabras (Fox):
—“quiero vivir, quiero vivir en paz; no violarás, no extorsionarás, no hablarás; …nunca he matado inocentes, ¿qué me espera, estar encerrado en un pinche cuarto de dos por dos?, ¿qué me voy a morir, me voy a morir?”
*Por ahora yo quiero escribir otras cosas más cercanas al lenguaje simbólico, un poco de lado del lenguaje político nada más. Y eso porque es cuaresma.