Como cualquiera sabe, Marguerite Yourcenar escribió un relato novelado sobre las pasiones humanas y la libertad, al cual tituló Alexis o el tratado del inútil combate, influida sin duda por André Gide quien antes publicó su Tratado del inútil deseo.
Más allá de la naturaleza de ambas obras, esta columna se siente a veces hundida en inútiles combates. En mi cabeza revolotean con frecuencia algunas ideas cuya naturaleza, más allá de la paradoja; chocan entre sí y dejan exhausto al pobre cerebro. De por sí…
Veamos algunos de esos casos.
Por su cercanía pongamos la conmemoración militar del Monte de las Cruces, episodio de la guerra de Independencia cuyo desenlace no podría ser menos digno de una memoria feliz: con la ciudad a sus pies, el “padre de la patria” detuvo a las tropas y retrasó por casi una década la victoria consumada años después por Agustín de Iturbide.
Quería una guerra sin sangre. Por eso prefirió volver grupas.
Como muchas otras cosas de nuestra historia, la celebración festiva de una batalla perdida por ausencia, es un canto feliz a la derrota, a la incapacidad, a la ineptitud, como sucedió, después, con las batallas del Molino del Rey, Churubusco y otros tristes episodios de desgracia nacional. Pero en fin, odiamos el éxito y adoramos la derrota heroica. Nuestros héroes han sido todos vencidos, menos Juárez, por cierto.
Pero, por si la efeméride no fuera un tanto extravagante, el festejo de este año tuvo una notable peculiaridad: reunió en público a Alfredo del Mazo, gobernador del Estado de México, con el Presidente Electo y los puso en la línea de la ofrenda floral y los himnos, y los discursos del patriótico septiembre. Este año don Andrés Manuel no dio “el grito de los libres”, como en ocasiones anteriores.
Eso nada tiene de extraño.
Sería, cuando mucho, una muestra más de la tersura transicional, de la civilidad cortés y educada de un cambio de gobierno y de estilo. No me atrevo a decir un cambio de régimen, porque tal cosa no parece estar en el horizonte. No se advierte ninguna profunda reforma del Estado, por ejemplo.
Lo raro es la convivencia con quien se había anatematizado como parte de la mafia corrupta, pues cuando Del Mazo venció a Delfina Gómez, perfilada ahora como su cuña delegada, el actual gobernador se merecía calificativos de honda rudeza y acusaciones de fraude.
“…Claro que sí, es fraude electoral, sin duda, es la utilización del aparato de gobierno y del presupuesto público para apoyar al PRI y a Del Mazo, pero eso no sirve para nada, Fepade, el tribunal y el INE son organismos al servicio de la mafia del poder, eso es pura faramalla, cómo no se van a dar cuenta de que todos los secretarios del gabinete están metidos en el Estado de México…”
Sin embargo ahora todo fue ternura y dulzura. El Presidente electo acompañado de su esposa, la señora Beatriz, miró desde la montaña de Ocoyoacac, nombrada de Las Cruces, la enormidad de los valles allá abajo, con ojos distintos a los de Miguel Hidalgo: los ojos del triunfador.
Y ahí nos regaló otro de sus grandes y contradictorios diagnósticos. Anunció la continuación de la obra del tren CDMX-Toluca (cuyo trazo ha generado muchas inconformidades y quejas de los pobladores, fieles a su tradición de protestar por todo), con el argumento feliz del ahorro.
Ya ha costado mucho. Suspenderlo sería un despilfarro de los recursos; no del gobierno, del pueblo. Y así defendió la vía: “Tenemos que continuar con la obra porque es una inversión que ya se hizo y no se puede detener.”
Ese argumento es absolutamente lógico. Y si la lógica se debe aplicar en todo, resulta del todo absurdo negar esa argumentación cuando se trata del aeropuerto.
—¿Por qué las obras en proceso deben continuar en un caso y no en otro? Nadie lo sabe.
El ferrocarril a Toluca (cuya construcción supera a la del Transiberiano) ha costado hasta ahora 40 mil millones. Si se suspende, “imagínense lo que pierde la Nación”. Pues pierde 40 mil millones de pesos.
Esa misma pregunta se puede (y se debe ) hacer en relación con el Aeropuerto de Texcoco, cuya cancelación costaría de golpe y porrazo, 100 mil millones de pesos. Sesenta mil por el desperdicio de lo ya hecho y 40 mil más por la firma de contratos no cumplidos.
Si se defiende una inversión menor en función del uso correcto del dinero ya gastado, ¿por qué en el otro caso no se actúa de la misma manera?
Quizá por la comodidad de no tener una línea fija de pensamiento. O como decía un filósofo, en México dos y dos son cuatro, excepto cuando el presidente dice lo contrario.
—¿Qué hora es?
—La que usted diga, señor Presidente.