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El miedo a Porfirio Díaz



A Díaz no lo han sacado de donde reposa por lo complicado de viajar a París para romper una lápida como hizo aquel enamorado cuya obsesión lo hizo sacar el “rígido esqueleto” de su amada, y celebrar sus bodas con la muerta, según nos cuenta Julio Flores.

Quizá no haya en la lengua española versos más limpios, puros y profundos: polvo serán, pero tendrán sentido… polvo serán, mas polvo enamorado. Un amor más allá de la vida y de la muerte, como escribió el gran Francisco de Quevedo. ¿A quién? Nadie lo sabe, aun cuando muchos lo imaginen.


Esa lectura asocia a algunos a un acto inconsciente: ¿puede el odio también perdurar tanto como el amor? ¿Puede el rencor trascender la vida y cebarse en el rencoroso y amargo olvido?


“…Polvo serán, mas polvo repudiado”, parafrasea la historia de México los versos de Quevedo cuando se habla de Porfirio Díaz un hombre lleno de contrastes, sombras, luces; relámpagos y cavernas de crueldad, de autoritarismo eficiente, de mano firme dura y en ocasiones excesiva y tiránica, como necesita este pueblo irredimible, desobediente y huevón”, dicen sus defensores.


El látigo y el cetro, dirían otros. Allá cada quien con  sus ideas. Y no voy a buscar en los sociólogos avanzados ni en los positivistas de su tiempo la explicación de por qué los mexicanos de hogaño le tienen miedo al dictador de antaño. Tanto como para negarle una repatriación post-mortem  cuyo significado es absolutamente intrascendente, tanto para quienes lo promueven como para quienes lo rechazan.


No cambiaría ni la historia ni la leyenda.


Pero no deja de ser hasta cierto punto pueril el asunto. Parece una rabieta de chamacos.


Quien tenga tiempo de subir al cerro del Tepeyac –solo para ver algo distinto— hallará en la cima del cerrito· un cementerio. Si camina un poco por el vial del centro y luego dobla a la izquierda hallará un par de lápidas simples. Grises, con el abandono del tiempo sobre sus letras grabadas con decoro. Ahí fueron inhumados los cuerpos de doña Dolores Tosta y el señor Antonio López de Santa Anna, cuyo primer e incompleto funeral, como todos sabemos, se realizó en la ciudad de México, en el cementerio de Santa Paula, ubicado cerca de Santa María la Redonda y Peralvillo, ahí cerca de donde ahora se alza una cruz de evangelización (calzada de los Misterios).


Y la historia no ha cambiado por un montón de polvo olvidado.


A Díaz no lo han sacado de donde reposa por lo complicado de viajar a París para romper una lápida como hizo aquel enamorado cuya obsesión lo hizo sacar el “rígido esqueleto” de su amada, y celebrar sus bodas con la muerta, según nos cuenta Julio Flores.


De seguro al héroe del 2 de abril, el militar más exitoso en la historia de México (Obregón no perdió una batalla, excepto la de su propia vida), nadie lo exhumaría para celebrar un enlace. Hoy poco creíble resulta ver a los mexicanos en Montparnasse jugando al futbol con  los ya invisibles despojos del abandono y el tiempo.
Debo confesar mi absoluto desinterés por visitar la tumba de Díaz en París. Cuando he ido a esa indescriptible ciudad, he tenido otras cosas por hacer, mientras algunos de mis compañeros reporteros “descubrían” el lugar común de los mexicanos con flores en la cripta de Díaz. ¡Vaya noticia!
Tampoco le fui a tirar un gordo lagrimón a Julio Cortázar ni me interesaría dejar un pensamiento en la tumba de César Vallejo a pesar de cómo me constan los golpes tan fuertes en la vida. Nada de  charlar de feminismo con Simone de Beauvoir. Mucho menos preguntarle a Jean Paul Sartre cómo hizo para soportar a tan densa señora.
Quienes quieren traer a Díaz pierden un tiempo en una nadería. Quienes lo rechazan como una afrenta a la historia y su juicio (¿a quién le importa, además de a los historiadores?), sólo exhiben cómo los mexicanos le tenemos miedo a los muertos y a los fantasmas.
Por eso nos comportamos como espectros.

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