El inicio de esta historia es difuso. Han pasado tantos años como para extraviar algunos detalles en la bruma del tiempo. Esta frasecita de la bruma del tiempo me habría ganado una trompetilla del difunto Hugo L. del Río, cuyo recuerdo ahora quiero atrapar, quizá como una forma de lograr la consagración del lugar común: los muertos no se acaban de morir mientras haya alguien para acordarse de ellos.
Y yo, sentimental a fin de cuentas, como todo el mundo, llevo ya varios días con la imagen y los ecos de la voz de mi amigo Hugo. Pero he dicho de la confusión de la memoria.
Obviamente conocí a Hugo en la taberna. No había mejor sitio.
Los periodistas de aquel Excélsior nos reuníamos en dos lugares, básicamente. Por el filo del mediodía en La Mundial y por las tardes y las noches, si el dinero alcanzaba, en el aterciopelado salón bar del restaurante Ambassadeurs. Nuestro pub, nuestra oficina para asuntos importantes, nuestra sala de conquistas, nuestra segunda casa.
—Oye, nos dijo una vez René Arteaga, ya difunto también. Ya tengo “delirium tremens”. Ese cabrón del esmoquin ya ha entrado cinco veces. Estoy viendo visiones.
—Qué visiones ni que el carajo, dijo Hugo: estás viendo a los músicos de la orquesta”.
Pero a Hugo lo conocí en La Mundial. Era ancho, robusto y conservó hasta el final de sus días, creo, un parpadeo constante y una manía perpetua de alzarse los anteojos con la mano derecha. En los primeros tiempos llevaba el pelo con partido del lado izquierdo. No tenían tantas canas como las tuvo repentinamente. Se reía con facilidad y jamás, ni en las peores circunstancias, lo vi perder el humor ácido de quien vive en una objetividad desencantada.
Un día me dio una hermosa lección para acabar con la vanidad abrumadora de los periodistas primerizos, quienes les dan a sus efímeros trabajos categoría de monumentos nacionales.
—Acababa yo de publicar mi primera nota importante, con firma y todo —me decía— y la había recortado. Llevaba yo el papel en la bolsa de la camisa y a la menor provocación, o sin ella, se la mostraba a cualquiera. Mira, mira, le decía y le recetaba la lectura de mi “opus magna”.
“Pero una tarde me asaltaron súbitos movimientos peristálticos, compadre. Penetré al retrete más cercano, el de una cantina rascuache de Monterrey donde, obviamente, no había papel sanitario. Entonces descubrí la verdadera finalidad del papel periódico y con el dolor de mi corazón y la derrota de mi vanidad, le di al presumido documento, la única utilidad posible:
—¡Me limpié el culo con él!”.
Y en ese momento lo agobiaban las carcajadas y sobre la mesa aparecían más vasos y más porciones del ambarino güisqui al cual llamaba con devoto respeto: “agua bendita de las Highlands”.
Definir a Del Río con un simple “era de los de antes” implica omitir cómo eran “los de antes”. Con riesgo de incurrir en una simplificación por eso mismo imprecisa, diré algunas de las características.
Para comenzar, los de antes no querían ser ninguna otra cosa. Quizá ni siquiera cuando iniciaron aventuras académicas o educación universitaria lo quisieron. Por eso se metieron (nos metimos, dijo el otro) en un mundo de cofrades, no tanto de colegas, en el cual la vida adquiría un sentido de hermandad con una sola finalidad: vivir el periodismo; no solo vivir del periodismo. Una iglesia sin Dios, cuyo templo era el diario, la redacción y el cáliz sudaba tinta.
Después había una mezcla indefinible entre humanismo, compromiso e individualismo. Se daba también una especie de desencanto cuya solución sólo se hallaba en la exactitud del trabajo, el gozo del oficio.
José Alvarado dice de los diarios de todos los tiempos, grandes y pequeños, que tienen en el olor de la tinta todo el poder contra el desencanto del mundo. Soñadores sin sueños, nos dijo una vez alguien. Por otra parte, duros, románticos y cínicos. Descreídos, escépticos, irónicos y persistentes buscadores de sorpresas. Lectores hasta la madrugada, bebedores, parranderos y transgresores. Un poco de todo eso.
Una tarde, cuando se iniciaba la aventura maravillosa de Unomásuno, todos se fueron a comer. A diferencia del título de Bukowski y los marineros desmadrados cuando el capitán salió del barco, aquí hasta el capitán se había ido con la tripulación. Total, a las siete de la tarde no había quién hiciera la edición del día siguiente. Dos o tres despistados nos encargamos de todo. La edición salió. Pero faltaba una parte: la sección internacional.
En quince minutos Del Río, quien regresó súbitamente, escribió lo necesario para el editorial. Achispado, desbarrancado, pero con un oficio extraordinario, hizo solo —en una hora— el trabajo normal de tres horas.
Cuando acabó, dijo: nos merecemos otro pálido jaibol, compadre… y se echó a reír.
Como antes.