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Los hombres del siglo



Este año se van a conmemorar los cien años de nacimiento de algunos hombres importantes en la cultura mexicana. Yo no podría decir cuál ha sido más notable ni tampoco inclinarme por calificar ninguna de las obres como la más perdurable, necesaria y lograda. Se trata de tres escritores —diferentes al fin—, cuyas vidas se rozaron de distintas maneras; cuyas historias, obsesiones y talentos desbordados, los llevaron de la amistad a la pendencia, del desaire a la reconciliación; de la solidaridad al misterio.

Los tres tuvieron momentos de genialidad. Los tres vivieron los dolores de la vida, la enfermedad y a veces la pesadumbre. Nacieron en el mismo año, vivieron bajo el mismo cielo. Usaron el mismo idioma y a veces compartieron idénticos sueños. Luego tuvieron distancias y al final sólo sus nombres quedan juntos quizá por una mera cuestión del calendario.

Efraín Huerta, José Revueltas, Octavio Paz.

Del primero sólo guardo recuerdos luminosos. El más invocado de ellos, una tarde olvidada en la enorme explanada entre el Museo Nacional de Antropología durante una reunión casi campestre con un grupo de poetas latinoamericanos (estaba ahí Telma Nava y si no mal recuerdo Ernesto Cardenal) con quienes sentado en el césped, con su elegancia de cocodrilo sabio, Efraín hablaba de redención política y de poesía.

Desde entonces, con la luz de la tarde uno quisiera siempre caminar ese espacio bajo la suave luz de la tarde para recordar sus versos y los espléndidos muslos de la flechadora de bronce o de alguien más.

Efraín vivía en la esquina de Lope de Vega y Campos Elíseos. Ese edificio, desde entonces avejentado, ya desapareció y en su lugar hay ahora otro, suntuoso, con terrazas y balcones, parasoles y sombrillas. Plantas de ornato y ventanas iluminadas.

Su departamento era modesto y rico al mismo tiempo. La riqueza la daban una máquina de escribir sobre la mesa del comedor y la biblioteca donde había apenas dos o tres fotografías de escritores. Me parece recordar a Kafka, Neruda y Hemingway.

—“Pasa, qué bueno que viniste” —me dijo una tarde. Lo había ido a visitar con mi hermano. Eran las doce del mediodía.

—“Ven, tomate un  whisky”. —Pero es muy temprano le dije.

Me regaló un “poemínimo” instantáneo: “nunca digas de este whisky no beberé…” Y bebimos. Por esos días Octavio Paz se había referido a ese golpe poético profundo y breve de los denominados “poemínimos” como chistosos.

—¡Ay! Octavio. Mira te regalo este otro, comentó Huerta entre sonrisas:

“—¿A dónde vas, Octavio Paz, con el surrealismo colgándote atrás…? No, ya en serio; mi hija Raquelito (tenía como ocho años) me dijo lo mismo. No sabes cómo celebro tener una hija que ya juzga la literatura como Octavio…”

Pero no había ni amargura ni mala leche. Había una gozosa actitud ante la vida cuya profundidad no pudo ni siquiera ser destruida por el cáncer, las operaciones múltiples y el dolor.

Poco después, en un acercamiento entre Octavio Paz y David; hijo del poeta Huerta, alguien quiso atar navajas:

—Maestro Paz, usted y Efraín Huerta están peleados o al menos se distanciaron hace muchos años…

—No lo crea, le atajó Octavio. Siempre nos ha reunido la poesía.

Quizá por eso cuando Huerta escribió uno de sus grandes poemas, “Borrador para un testamentó”, se lo dedicó a aquél. De su rotunda vastedad de enorme pieza literaria, extraigo estas líneas:

“Nos juntaba una luz, algo semejante a la comunión, y / una pobreza que nuestros padres no inventaron/ nos crecía tan alta como una torre de blasfemias.”

Paz habla en “Seis vistas de la poesía mexicana” de aquellos años de cercanía y cuenta algo sobre la irrupción de Luis Cardoza y Aragón en el medio literario de esos días. Lo relaciona con Huerta. Y explica:

“En sus poemas y en su actitud se reunían, al fin las dos mitades que a Efraín Huerta y a mí nos parecían fatalmente irreconciliables y al mismo tiempo, inseparables: la visión y la subversión, la rebelión y la revelación… oímos a Cardoza y Aragón (en una asamblea incendiaria de la LEAR en la cual estaba presente José Revueltas) defender a la poesía, no como una actividad al servicio de la Revolución sino como la expresión de la perpetua subversión humana.”

Años más tarde frecuenté a Paz. Fue, como él hubiera dicho en un caso similar, un privilegio y una revelación. Su indescriptible inteligencia no era de esas insultantes muestras de otros. Su talento no insultaba: apabullaba.

Muchos han hablado de su talante autoritario, de su proclividad a controlarlo todo en el mundo literario y cultural de México. Autócrata, le dicen algunos. Yo sólo hablo por mi experiencia y conmigo fue largamente generoso.

Abrió para mí las puertas de su casa y la luz de su pequeño patio en el Paseo de la Reforma. La fronda de un naranjo y al menos en las letras, “…un sauce de cristal, un chopo de agua, /un alto surtidor que el viento arquea…”

Y de José Revueltas sólo puedo recordar un par de encuentros sin mayor oportunidad para nada. Ya eran sus últimos años y vivía quizá triste o al menos así lo percibí en esas ocasiones fugaces.

Pero en este año se debe insistir en estos personajes. Los hombres del siglo, no por las efemérides, sino por su fecunda contribución a lo ocurrido en el siglo pasado.

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