Ya una vez resucitó de sus cenizas. ¿Podrá hacerlo una vez más?
Herido de muerte en el principio del siglo XXI, el Partido Revolucionario Institucional condescendió durante dos sexenios con la oposición derechista fortalecida en el equívoco de ceder y concertar, y cuando recuperó el poder y el mando nacionales, perdió el rumbo y la finalidad y se hundió en el peor agujero negro jamás imaginado, ni siquiera por sus peores adversarios.
Hoy el PRI es una cáscara con aromas de estreno de una dirigencia cuya más compleja tarea será construir, casi de la nada, un verdadero partido, sin siquiera ecos de una revolución ya extinguida en la historia, sino anclado con firmeza en el mundo real.
No el mundo de las invocaciones mágicas y la munificencia, pues para eso ya hay alguien en el Poder, sino en el mundo de las verdaderas condiciones nacionales, frente a las cuales la gran masa empobrecida no tiene ni ojos no oídos porque vive aturdida por la salmodia cotidiana y la conquista de los medios.
Si la política se hace mediante las ofertas, las promesas, los programas socioelectorales, en un paternal anhelo de bienestar, esas líneas de operación ya le pertenecen abiertamente al régimen en turno, cuya paciencia en la toma de la jefatura monolítica del Estado, resulta enana frente a su capacidad para no soltar lo obtenido después de tantos años de lucha desde abajo y con los pies en la tierra.
Quienes se mostraron preocupados o al menos morbosamente interesados por la renovación de la dirigencia del PRI, lo cual ocurrió sin sorpresas ni sorprendidos, han tardado mucho tiempo en intentar la única respuesta no resuelta en los discursos: ¿cuál puede ser la oferta nacional de un partido cuyo declive lo llevó, en tres años, del poder al abismo?
Ha habido quien insinúe una proclama de combate a la corrupción, lo cual produce risa. Ese recurso ya está patentado hasta el delirio maniático por el actual gobierno. No les van ni los bollos ni el horno para esas cosas.
Proclamar la justicia social y la democracia, como dice el viejo lema desde los tiempos de la fundación, cuando la expresión justicia social sonaba tan contundente como la educación socialista o el nacionalismo revolucionario, no conmueve ni a los niños del kínder.
Prometer eficiencia, probidad y calidad en la obra pública, no es un argumento creíble, especialmente cuando se revisan los magros resultados del último gobierno tricolor, incapaz de hacer —en seis años— un tren a Toluca. Con diez kilómetros por año habrían terminado. Ineficiencia imperdonable para quienes históricamente se proclamaron (y lo fueron), herederos de quienes construyeron el México del siglo XX.
Pero ese México moderno ya no existe.
Hoy vivimos en un país ecléctico, en el cual la modernidad baila con cascabeles en los tobillos y las magnas obras nacionales se consultan haciéndole al suelo un agujero por el cual es posible, mágicamente, comunicarse con la Madre Tierra. En pleno siglo XXI, seguimos con rituales de humo de copal y limpias con ramas de pirú.
Hace algunos años, en uno de sus momentos de tribuno impactante, Jesús Reyes Heroles dijo:
“…Con penuria de ideas y de hombres no hay votos. En virtud de que el pueblo de México, sólo lucha en beneficio del pueblo de México, las ideas y los hombres de la Revolución Mexicana tienen la fuerza que les permitirá enfrentarse a cualquier competencia electoral, como si fuera la práctica requerida para mantenerse en forma. ¡Ni siquiera el prolongado ejercicio del poder ha gastado la fuerza de la Revolución Mexicana!”
Ese se decía cuando las oposiciones y la sociedad civil cuestionaban la conveniencia del partido hegemónico y una clase política soberbia y despegada de la realidad social, de un país cuyas masas se empobrecían tanto como ahora, pero sin nadie para, siquiera, endulzarles el oído y entregarles una pensión o un mendrugo.
El acta fúnebre de la Revolución Mexicana, ya se había firmado en Caparroso.
Crear, sin dinero ni poder, una convocatoria social convincente y persuadir a millones de la oportunidad de quien perdió la mejor oportunidad del siglo y le abrió la puerta a un gobierno de inquebrantable voracidad por el poder, es una tarea aparentemente imposible.
Y si no imposible, al menos, lejana y lenta en el camino de afiliación, organización y militancia con pocas recompensas inmediatas.
Otros lo han hecho, es cierto. Pero tan fatigosa como la lucha contra el Poder, es la batalla contra el tiempo.