El último día de julio fue saludado con argentinas campanas al vuelo de la buena nueva: la economía no crece, pero tampoco se retrae, ni se retrae, ni se arruga ni se estruja ni mucho menos se contrae. No hay crecimiento, pero no hay recesión.
Es una muy buena noticia, dijo con una abierta sonrisa el Señor Presidente: la economía —según datos del INEGI, analizados poco después por su director—, no cayó en recesión ni técnica ni real y los agoreros del desastre se quedaron con un palmo de narices, permanecen con las ganas, se tragaron sus injustas y erróneas palabras; se indigestan con su insidia y se callan de una vez por todas. Y si no por todas, por ahora.
—¿Y cuáles son las magníficas dimensiones de nuestro crecimiento?
Pues el 0.1. Una ínfima décima, con lo cual se asemeja a aquellas hormigas en la poesía de Carlos Pellicer, capaces de mover “…prodigiosos miligramos”.
Sin embargo, helado y precavido por el uso político y de propaganda de los datos, Julio Santaella, cabeza (aún) del INEGI, lanza un tuitazo, como trompetero de Jericó frente a las murallas del optimismo declarativo:
“#Oportuno confirma la desaceleración de la economía mexicana: el avance anual durante el primer semestre de 2019 se situó en 0.3% comparado con 2.1% en el semestre anterior”.
Eso quiere decir nada más una cosa: cuando gobernaban los corruptos, la economía crecía más. De todos modos era cosa de enanos, es verdad; pero hasta en la pequeñez hay grados. El cero es la nada o —como hubiera dicho Koestler—, el infinito.
Y si es 0.1 o punto 2 o punto 3; es la nada frente a las necesidades de una población cuyo aumento demográfico es cercano al 2 por ciento.
Pero las estadísticas son los juguetes del pensamiento. Se puede hacer con ellas cualquier cosa: menos creérselas como si fueran el todo y la nada al mismo tiempo. No hay recesión pero el crecimiento (si eso fuera crecimiento), fue apenas de unas décimas de punto, lo cual no nos saca de la triste realidad: cero.
Si el crecimiento es cero, no hay crecimiento. Lo demás es ponerle brassiere a la culebra y comprarle peines a los calvos.
Pero no todo está mal. Hemos librado, con el 0.1, el riesgo de ver la economía manejada por James Bond: no somos 007.
GUARDIA. La Guardia Nacional no iba a desplegar sus tropas en la Ciudad de México. Ahora ya lo hace.
Imponentes, los soldados civiles suben y bajan las escaleras de estaciones siempre abigarradas del Metro capitalino. Han sido dispersados en zonas peligrosas, vigilan aleatoriamente (y aleatorios serán sus resultados), miran, muestran sus armas letales y se exhiben con una ventaja: aquí nadie los apedrea, como sucede en zonas de delito caliente.
En el Metro de la ciudad se cometen delitos, pero son menores. Robos, insinuaciones, acoso salaz a mujeres solas; trabajo de carteristas y algunos menudistas de la droga. En algunas estaciones hay prostitutas en la oferta de su servicio, pero nada para poner en peligro a los pelotones de guardias en riesgo de linchamiento o transportes incendiados, como en otras regiones del país.
Además aquí han venido a conocer. Serán itinerantes, giratorios como un carrusel; es decir, no servirán de mucho, pues cuando se les necesite en Cuauhtémoc, quizás anden en Coyoacán o Gustavo Madero.
Es parte de la propaganda. Y Jesús Orta les aplaude.
ARCHIVO. Quedan estas palabras del subsecretario de Derechos Humanos de Gobernación, Alejandro Encinas para el archivo:
“…En el caso de las controversias y los amparos en torno a las estancias infantiles, vamos a acatar la resolución que se establezca en el Poder Judicial, y por supuesto la posición de la subsecretaría es que debe prevalecer siempre el interés de la niñez y el derecho al cuidado, que es una responsabilidad del Estado…”.
Obviamente acatar una resolución judicial no es una decisión; es una obligación. No deja de ser algo más allá del juego palabrero.