Todo mundo conoce, o debe advertir, especialmente si se mete a los peligrosos caminos de la política y la escalera del mando, los peligros de la hybris, palabra griega cuyo significado más cercano al lenguaje de todos los días es el enloquecimiento, la desmesura, la pérdida de las proporciones y la confusión de la realidad en favor de la ambición lograda, la autosatisfacción del hombre cuyas ambiciones políticas han sido colmadas y emprende una carrera fugaz, incontenible, hacia la gloria, la historia y sus doradas páginas o, simplemente, la imposible satisfacción de su vanidad.
Megalomanía, es uno de sus síntomas. El modo más simple de conocer esta embriaguez total, esta enfermedad del poder, es cuando se comienza con los excesos cuya cima es el “culto a la personalidad”.
La eponimia, por ejemplo, los festejos incontenibles por los aniversarios personales, las marchas triunfales, las guirnaldas en el cuello, la aquiescencia ante cualquier palabra, el aplauso hacia cualquier expresión del poderoso en turno, la incapacidad para refutar sus ideas, sus órdenes y hasta sus gustos, sus aficiones o sus platillos; la lambisconería, el “mamacallismo”.
Ponerles a las calles y las plazas, los mercados, los hospitales y las escuelas, el nombre del poderoso, alentarlo en sus aparentes aciertos y consagrarlo inmune al error, halagarlo cuando se pueda y cuando no se pueda, soltar las jaulas de los canarios y los jilgueros, arroparlo con canciones, corridos y letras populares, envolverlo en las fantasiosas páginas de los diarios, cantar loas desde todos los micrófonos, sin nadie a su lado para repetirle al oído, memento mori, como hacían los romanos cuando pasaban por el arco triunfal y un hombre simple les recordaba su condición humana y por tanto mortal.
Ésos son los agentes patógenos. La hybris, es la enfermedad final.
Ayer se publicó en diversos medios, una imagen preocupante. Un ejemplo de cómo el lagoteo es una costumbre inolvidable y aceptada por todos, hasta por quien ha ofrecido simpleza, decoro y sencillez republicana y ha convocado a sus seguidores a una actitud simple, sin vanidosos desplantes.
En un mitin en Tlaxcala, encuadrado en la gira nacional de gratitud por la copiosísima votación en su favor, el Presidente Electo fue recibido con una mampara, a las puertas del Palacio de Gobierno donde están los murales de Desiderio Hernández, en la cual aparecía la gigantesca fotografía (como la pantalla de un cine chico) de su hijo, José Ernesto, el cual —como todos sabemos— hace unos días sufrió un accidente producto de sus juegos. Nada grave, por cierto.
¿Además de halagar al Presidente Electo con el detalle de adornar la recepción con una fotografía del niño, cuál otra razón se puede invocar? Ninguna, excepto la desfachatada y lambiscona actitud del gobernador Mena, quien es en la historia del derrotado, pero siempre dispuesto al “tapetismo” priista (ponerse de tapete), como si quisiera emular a los artistas de las alfombras floridas de Huamantla.
No alcanzarían mil ediciones de este diario para colocar los ejemplos de la hybris.
Recordemos sólo uno: cuando ebrio de gloria Benito Juárez, ese patricio a quien todos invocan, llegó a la Ciudad de México para terminar la restauración republicana, fue recibido en el río de la Piedad por el general Porfirio Díaz, quien puso la capital a su disposición.
Juárez, déspota como siempre fue, ni siquiera lo reconoció. Viejos odios oaxaqueños anidaban en ambos corazones. Siguió su marcha y no invitó a Díaz a acompañarlo en la marcha al Palacio Nacional.
En ese momento, por la hybris de Juárez, murió el general Porfirio Díaz y nació Don Porfirio (JEP).
Pero si grave es la costumbre de lambisconear, también lo es dejarse lagotear sin observación ni reparo algunos.
El culto a la personalidad (llamar una ciudad Stalingrado, Leopoldville, Washington o Leningrado para no citar ejemplos mexicanos), en este caso, comienza en Tlaxcala, con el culto a la familia.
Maquiavelo aconseja sobre esta perniciosa especie de reptiles cortesanos, los aduladores, “…no hay otra manera de evitar la adulación que el hacer comprender a los hombres que no ofenden al decir la verdad; y resulta que, cuando todos pueden decir la verdad, faltan al respeto. Por lo tanto, un príncipe prudente debe preferir un tercer modo: rodearse de los hombres de buen juicio de su Estado, únicos a los que dará libertad para decirle la verdad, aunque en las cosas sobre las cuales sean interrogados y sólo en ellas”.
ALEJANDRO
Alejandro Encinas, quien recibirá la Subsecretaría de Derechos Humanos de la Segob (Tatiana Clouthier la rechazó), y será el encargado, además, de construir una “Comisión de la verdad” para elucidar el drama de Iguala. Pinta para agua de borrajas.
Encinas sabe mucho (desde la “Guerra Sucia”) sobre las desapariciones forzadas en el país. Él mismo conoció a un desaparecido (¿o será prófugo?), Julio César Godoy, a quien salvó de la aprehensión cuando lo “encajueló” para meterlo a San Lázaro y hacer posible su fuero protector. Después se lo tragó la tierra.
¿Contará este caso como una desaparición?
Twitter: @CardonaRafael