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La imaginaria luna de miel



Una de las recurrencias más inevitables en el análisis político o al menos mediático, es el periodo de encantamiento entre el triunfo de una opción y el posterior e inevitable ­desencanto, cuando las cosas no resultan como se prometieron en el lapso rosa de la luna de miel entre el poder recién conquistado y la sociedad, siempre frustrada a la larga.

Y las cosas, por llamarle así al conjunto de problemas sin resolver, nunca terminan por hacerse a la medida de las promesas. No dura el himeneo toda la vida. Ni hay discurso o promesa para cambiar la realidad.

El periodo de encantamiento dura mientras la flauta suena: una vez acabada la melodía, el faquir guarda la cobra sin veneno en la cesta y se marcha del mercado con las rupias en la bolsa y el ofidio en el fondo del canasto. Hasta el siguiente zoco.

La pregunta hoy es si este periodo de dicha, al parecer interminable entre los mexicanos y Morena, va a durar todo el sexenio o se va a interrumpir cuando el fracaso de alguna de las promesas básicas toque a la puerta;  porque —en el mejor de los casos—algunas de las transformaciones ofrecidas no se podrán lograr en un  periodo presidencial y otras, nunca.

Por ejemplo, la descentralización de la administración pública o la erradicación de la violencia; el control de las bandas del crimen organizado o la lucha entre cárteles y la guerra contra el narcotráfico, tenga ésta cualquier otro nombre.

Sacar las dependencias del Ejecutivo de la Ciudad de México —pongamos ese caso—, es una tarea quizá necesaria, pero de muy arduo cumplimiento.

Y el futuro Presidente ha prevenido de la lentitud de sus afanes. No será cosa de un día para otro. Y así, mover la burocracia energética a Tabasco —por ejemplo—, implicaría quitar de aquí, la torre de Marina Nacional, pero también el Instituto Mexicano del Petróleo, ahora convertido en una carcacha de segunda, y hasta los hospitales de Pemex, por no hablar del Consejo de Energía, la secretaría misma y ya de paso los enormes almacenes de gasolina en distintos puntos de la ciudad y la distribución por “pipas”.

Si los edificios e instalaciones se pudieran mover como las maquetas, todo sería muy simple, pero una vez hecho el traslado, ¿los empleados de la empresa nacional vendrán desde Villahermosa o Macuspana a atenderse de sus enfermedades en el hospital de Pemex si éste permanece aquí, o se construirá uno de iguales dimensiones allá?

¿Y el de aquí se le venderá al Grupo Ángeles o a Star o a Médica, con todo y doctores?

El asunto no resulta tan simple, aun cuando en el fondo sea razonable. El proceso de centralización de México no obedece sino a un fenómeno propio de la historia de México: el centralismo político. Y ese centralismo no se va terminar, por el contrario, se anuncian medidas para fortalecerlo como nunca antes.

La guerra entre los federalistas y los centralistas duró en México muchos años. Ganaron los dos. El centralismo se federalizó y la Federación mantuvo un mando central. Esa es una de nuestras paradojas.

En mayo de 1876, don Vicente Riva Palacio, en un manifiesto a la nación y contra Lerdo de Tejada, escribía algo tan vigente entonces como ahora, especialmente cuando se anuncia la centralización de las decisiones administrativas a partir de un delegado personal del Ejecutivo en los Estados, para ordenar y controlar todos los programas federales.

“…la soberanía de los Estados es hoy una irrisión que no tiene razón de ser, desde el momento en que los gobernadores se someten humildemente a las exigencias del Poder Ejecutivo; y donde magistrados íntegros y republicanos se han opuesto a  la invasión centralizadora, los estados de sitio han caído, acto continuo, sobre las entidades federativas, dejando así a merced del despotismo militar todos los derechos del ciudadano, preparando por medio de las violencias más incomprensibles, el triunfo de la ­reelección del Presidente…”

Hoy no es necesario hablar de la reelección presidencial. Basta con prolongar la acción concentradora del poder a través del fortalecimiento de un partido, para prolongar no a una persona sino a una forma de pensar y actuar en beneficio de una nueva élite política, así sea la “élite de abajo”, como se nos ha querido hacer creer.

Pero la etapa de enamoramiento electoral suele ser breve. El electorado es veleidoso y a las grandes esperanzas vienen a veces las grandes desilusiones. No es necesario poner muchos ejemplos. Vicente Fox fue un caso muy notable y ejemplificativo. Enrique Peña y su buen PRI, fue otro.

La única diferencia en  los casos anteriores y el actual consiste en un matiz de paternalismo. La opción de preferir a los pobres, por encima de todos los demás, para bien colectivo a fin de cuentas, hace de esa clientela una masa insatisfecha por definición.

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