Hace unos días, con la acuciosidad y talento de costumbre, Guillermo Sheridan escribió un artículo sobre el destino final de los restos de Octavio Paz, o mejor dicho, sobre la disposición final de sus cenizas en el noble edificio de San Ildefonso.
Como Paz no tiene descendientes vivos —quizá tenga seguidores y discípulos, pero no hijos, pues Helena murió hace mucho tiempo—, la Universidad Nacional, El Colegio Nacional y la Secretaría de Cultura son las instituciones encargadas de decidir cómo se colocan sus últimos huesos pulverizados por el fuego (astillas, briznas de carbón, suspiros de calcio), lo cual ya implica un problema, pues podría ni ser simple el entendimiento ni la coincidencia de intenciones entre la academia, la educación superior, la investigación universitaria y la política, como le sucede a la dependencia encargada a la señora Frausto.
Dice Sheridan de un discreto monumento, más bien un sitio conmemorativo y reflexivo el cual podría ser uno de los muros del patio en el cual se inscribiera el Nocturno de San Ildefonso, poema de reminiscencias juveniles del tiempo formativo del poeta.
También se habla de una pequeña inscripción sobre un monumento discreto, el cual al parecer ya diseña el arquitecto Alberto Kalach quien (si no me equivoco) diseñó la Biblioteca José Vasconcelos en los tiempos de Vicente Fox, con lo cual cerraría simbólicamente una etapa de su obra: la casa de los libros y el cenotafio del poeta.
Pero la pregunta es si ese monumento, una simple lápida en la cual estarían los nombres de los esposos Paz, debería tener un epitafio o simplemente el nombre.
Los epitafios son a veces hallazgos de la poesía. Todos recordamos aquel famoso del pintoresquismo mexicano, ordenado para su inscripción en la tumba de la amada esposa por un marido triste: “Aquí yaces y haces bien. Tu descansas, yo también”.
En el extraño cementerio de San Fernando hay una lápida con el nombre de Isadora Duncan, cuyo cadáver desnucado jamás llegó a México. No dice más. No es una tumba sin reposo, como hubiera dicho Cyrill Conally, sino una tumba sin objeto.
William Shakespeare, dicen, dictó estas palabras para su epitafio: “Por Jesús, abstente de cavar el polvo aquí encerrado. Bendito sea el hombre que respete estas piedras y maldito sea quien remueva la paz de mis huesos”.
Groucho Marx puso en la antesala de su eternidad: “Perdone si no me levanto” y Mario Moreno Cantinflas, ordenó un simple: “Parece que se ha ido, pero no…” En la tumba de Agustín Lara aparecen los versos de una canción: “mis pobres manos, alas quebradas”…
En el caso de Paz se ha buscado entre los luminosos versos de su obra una idea cuya síntesis poética pudiera describir el arco de su vida. Explicar su genio, su raíz, su naturaleza, pero escribir sobre la fría piedra “…cuerpo de luz filtrado por un ágata… ” resultaría tan rebuscado y pedante como, “…no hay nada frente a mí, sólo un instante…”
Quizá, por tratarse de un doble memorial, pues Marijosé estará ahí también, nos podríamos acordar de Quevedo y su celebérrimo “…polvo serán, mas polvo enamorado…”, pero ya sería el extremo de los lugares comunes.
Hace muchos años, en Belgrado, vi el monumento a Tito. Su tumba es un rectángulo de mármol blanco bordeado de flores de nochebuena, y sólo cuatro letras doradas recuerdan al héroe partisano: TITA.
Obviamente no es lo mismo el epitafio de un político al de un poeta.
Los tonos épicos y gloriosos no le van a quien sólo hizo el esfuerzo de sentir el universo y describirlo en versos para regocijo del alma de los otros.
Sheridan recoge del ya dicho poema “despiértenme, ya nazco” y yo sugiero, en todo caso, “…y por todos los siglos de los siglos cierra el paso al futuro un par de ojos…”, pero podría resultar muy extenso y personal.
“…las desnudeces enlazadas saltan el tiempo…” dijo Paz, pero eso podría resultar absolutamente edulcorado.
Ponerle epitafio a un hombre de enorme complejidad intelectual y artística, al crítico, al ensayista, al hijo de la voz, de la palabra, de la idea, a ese gigantesco árbol mental, resulta tarea muy compleja; tanto como preguntarse si un epitafio debería ser parte de un testamento; es decir, de una voluntad expresa y clara.
Por eso quizá sobre la lisa piedra, bien orientada para recibir el sol del mediodía, con cenital claridad debería decir sólo:
PAZ.
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