¡Ay, Jacobo, cuántas vidas vivió usted en esta vida! ¿Cómo se podría contar esa ruta de sencillez mercedaria y pobre (del Barrio de La Merced) a la cúspide profesional durante tantos años?
El rito ya se había cumplido. el cuerpo yerto de Jacobo Zabludovsky ya no sentía ni la luz, ni la fría brisa sobre las copas largas y delgadas de los cipreses en el cementerio judío, cuya severidad de silencio y pájaros callados apenas y se turba con el rumor sordo de la ciudad.
Tampoco escuchaba Jacobo la voz gutural del rabino –cuyo sombrero de alas anchas y negras se mira más caído sobre la frente y más negro sobre los ojos—, quien eleva la oración y de sus palabras hondas, dolidas e incomprensibles no se ocupan los oídos gentiles, pero no se necesita entender cuando se siente el aliento espiritual de la palabra.
En la monocorde melodía de reposo casi hipnótico, se dicen frases de entre las cuales se adivina adonai, adonai; mi señor, mi señor…
Hay una caja de rudimentaria simpleza. Dentro un cadáver. Encima el techo de un cobertizo, como si fuera un palio de concreto, y desde esa altura una estrella de David parece descender sobre el cajón de pino mal desbastado, sin laca, ni barniz, ni pulimento.
La muerte nos iguala, nos deja en la sencillez incomprensible del final.
La rigidez del rito impide la profusión de cámaras de televisión. El último lugar para el reposo perpetuo no es ahí, sino en otra ala del cementerio. Para llegar allá será necesario cruzar la pequeña calle Sur 138.
Al iniciar la oración funeraria, Sergio Slomiansky previene de lo inminente: el chubasco. Anuncia la brevedad urgente en la despedida (…nos apresuraremos, no nos vaya a ganar el agua, dice) y la breve semblanza de Jacobo comienza a sentirse salpicada por goterones, cuyo grosor y ruido sobre el piso auguran una tormenta de proporciones bíblicas. Y al poco tiempo se cae el cielo.
Lo demás es confuso y un tanto caótico. Correr entre paraguas, sentir los empujones en la estrecha puertecita del otro lado de la calle.
¡Ay, Jacobo, cuántas vidas vivió usted en esta vida! ¿Cómo se podría contar esa ruta de sencillez mercedaria y pobre (del Barrio de La Merced) a la cúspide profesional durante tantos años. Cómo iba usted a imaginarse comiendo langostas con Arthur Rubinstein en París o contando cuentos con Salvador Dalí en Cadaqués o alzando el dorado Nobel con García Márquez en Escandinavia? En fin.
Ahora le cuento una verdad: yo siempre lo he querido ver. No en la televisión quiero decir, sino en la vida. Desde hace muchísimos años, pero hoy, de veras hubiera preferido no ver nada de todo esto. No me gusta el dolor, ni el mío ni el enorme peso de la desgracia y la tristeza sobre los hombros de Sarita, ¿verdad?, usted me entiende.
Yo no hubiera querido ver ni a Jorge ni a Diana ni mucho menos a Abraham, el compañero de tantos y tan buenos años de mi vida (me refiero a los del futuro). O quizá sí los quisiera haber visto pero no aquí, ni ahora ni con usted tan ausente y tan eternamente fuera de esta vida.
Y me perdona si se lo digo, pero no me parece justa su ausencia porque usted me enseñó algo importante. No sé si recuerde: me dijo, mira, el único error imperdonable, es morirse.
Y si me deja le digo esto.
Y lo hago por tanto como le gustaba. Ahora ya no sé si se acuerde, pero recuerdo por usted:
“…No se muera, vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía.”
Pero bueno, ya no podemos hacer nada Jacobo.
Y quizá tenga razón en partir. Una vida tan bella y útil, tan increíble por su fulgor, tan productiva y llena de amor como la suya, debía acabar así, al final, cuando ya no queda nada sino la lluvia, sólo la lluvia.