No sé de cierto si esa manía de pensar en números nos viene de Pitágoras o del Inegi. Pero últimamente (no conozco los pensamiento del lector), la estadística me parece la más hartante de todas las modas contemporáneas.
Todo se nos va en porcentajes, en cifras, en alusiones a las neoverdades: si no se puede evaluar no existe, por ejemplo. Si no se puede medir, no se puede corregir.
Hemos llegado al extremo de dar por buenas las realidades circundantes, las verdaderas, las tangibles, solamente por la comparación con el pasado y sus datos.
Si en la plaza Artz, por ejemplo, una pendencia de mafiosos internacionales asociados con el cártel de Tláhuac (donde confluyen los tepiteños con la nueva generación jalisciense y los residuos de Los Zetas), cimbra a la ciudad con el escándalo de sus detonaciones, seguramente la responsabilidad es del gobierno anterior por el maquillaje de cifras y la clasificación de delitos mayores como menores.
Y mientras tanto la sangre llega al río.
Nos preocupan las cifras. No sólo en los dígitos del salario, sino en los términos de la inflación y el precio del petróleo. La salud de un gobierno depende de la cotización del dólar o la escualidez de la inflación acumulada. Vivimos de las cifras, no tanto de las realidades. Pero, obvio es decirlo, los números son la manera de visualizar la realidad, pues de otra manera ésta sería invisible y esquiva.
Las gráficas definen el rostro de los días y como señora ocupada en cuidar el sueño de su niño enfermo, amanecemos con el termómetro de las cotizaciones y las previsiones y nuestra vida completa se comporta como el mercado de futuros de Chicago. No vaya a ser.
Se angustia la obesa con la aguja de su báscula, y refunfuña el taxista por al alza no lograda de sus tarifas.
El pío gobierno ofrece precios de garantía para el maíz y el gorgojo, y en plenitud de la satisfacción, logra una quita el reacomodo de las millonarias deudas del petróleo, mediante una renegociación de pasivos con el bajo interés de “pagas de todos modos”.
Y si necesitas, te volveremos a prestar para ver cómo la víbora se sigue mordiendo la cola de la deuda eterna.
Hoy discutimos por la expulsión de un señor cuyo trabajo era medir la eficacia de los programas contra la pobreza. No se sabe de cuándo acá nos preocupan más las mediciones y menos los miserables, pues ésos no son siquiera motivo de meditación, porque sin ellos no habría munificencia y sin ésta no habría votos seguros, porque cuando todos seamos estables, decorosamente provistos, no serán necesarios ni los programas sociales ni nadie para medirlos, excepto cuando se conviertan en los votos expresados a través de la más segura de las papeletas: la gratitud gástrica.
Nos ocupamos paso a paso de medir los tremores volcánicos de la montaña terca; vigilamos los sismógrafos con puntualidad de manía. Hablamos de sismos y microsismos. Calculamos la velocidad del viento en los huracanes y ciclones, y contamos severos los “cartuchos percutidos” en matazones acapulqueñas o asesinatos urbanos de la capital del país.
Cuando es necesario le medimos al agua a los camotes y cuando no, pues no. Nomás algunos se sientan a esperar cómo suben los termómetros con el grave asunto del calentamiento global.
Y por andar con los números, la contabilidad o la estadística, ni siquiera nos percatamos de cómo quieren deslizar camelos o cachirules los jefes policiacos de la capital del país, quienes ya habían vendido a las siete de la tarde del miércoles, la ridícula historia de una mujer despechada y vengativa contra el amante malevo, cuya perfidia la hizo caer en la tentación amorosa para después probar el amargo fruto del engaño. Cuando uno mira a Esperanza “N” se da cuenta de lo imposible de traicionar a una mujer así. Con peluca o sin ella.
BONILLA. Tiene razón el Señor Presidente cuando dice: “Todos los partidos, hasta los adversarios, votaron (la Ley Bonilla), por qué me culpan a mí”.
Pero también es cierto, uno puede o no estar de acuerdo con los hechos ajenos. Y cuando tiene la más alta responsabilidad política nacional y sucede algo favorable a quien él puso en condiciones de lograr ese cargo para el cual lo preparó con paciencia, lo menos exigible es una postura clara. Un sí o un no, nada más.
No la ambigua comodidad de la tibieza. O su uso como disfraz.