Imposible escribir del segundo debate electoral sin un hondo sentimiento de pena ajena. Vergüenza, podría decir alguien llevando las cosas al extremo.
Si no hubiera sido por la seriedad y decoro escénico de José Antonio Meade, de la coalición encabezada por el PRI, todo se habría quedado en la memoria carpera de los bravucones inconsecuentes —Ricardo Anaya y Andrés Manuel López— y el pacifista Bronco (vaya contrasentido), quien culminó su intrascendente participación con un elogio a su santa madre, digno de Aguirre y Fierro en “El brindis del bohemio”.
Más allá de la evidente penuria intelectual dominante en todo el espectáculo (eso y no otra cosa quiso ser), la imaginaria confrontación de ideas y de proyectos de política pública se convirtió en esencia, como sucede en estos casos, en una lucha de caracteres en la cual los ensayos de unos y otros, terminaron ofreciendo personas mal disfrazadas.
Todo fue impostura, teatralidad a raudales y de mala calidad. No hubo espacio para la espontaneidad ni mucho menos para la sana búsqueda de persuasión sin acudir a las pendencias coyunturales. Eso quiere decir, debate insincero. Todos actuaron por la imaginaria conveniencia del enorme auditorio convocado por el morbo, no por el interés político.
Queda un trasfondo convenenciero: no se trata de decir la verdad de planes y proyectos, sino de navegar en los mares auspiciosos de la corrección política. Los interrogatorios, las preguntas y hasta los cuestionamientos, no se contestan; se evaden. La mejor respuesta consiste en no comprometerse.
Ser inteligente en estos ejercicios tan mal copiados del mundo televisivo estadunidense (extendido ya universalmente, es verdad), es eludir todo compromiso excepto con los dogmas, como en el caso de Andrés Manuel, quien interrogado sobre la secuencia del número “Pi”, contestaría sin titubear, es un invento de la mafia del poder y se completa con honestidad y lucha contra la corrupción.
Los debates no son para exponerse, sino para exponer al otro, para lucir cartulinas con fotografías comprometedoras o portadas de revistas en otras ocasiones denostadas por su orientación y parcialidad. Todo se vale con tal de ofrecer garbanzos enlodados como si fueran diamantes de claridad absoluta.
Pero todos terminan por alquilar un cuarto en la casa del jabonero y resbalando quieren hacer resbalar al otro.
Y justo es decirlo, José Antonio Meade ha querido hallar otro estilo más sereno, expositivo, analítico, lo cual no ayuda en los formatos de respuesta instantánea. La retórica de Meade es seca y prolija. No sirve para estos debates, aun cuando en su verbo haya momentos de interés cuya ampliación hubiera valido la pena. Pero nadie puede bordar en el aire de las puñaladas.
Andrés Manuel, firme como un soldado, de pie todo el tramo para responder con su estoicismo vertical a las murmuraciones sobre su precaria salud, empeño en el cual no colabora su semblante cansado.
Y es natural, Andrés vive a la carrera, de pueblo en pueblo, de mitin en mitin. Y de eso ya son treinta años. Cambios de comida, camas infrecuentes, hoteles, albergues extraños, sueño fugaz y escaso. Enfermo o no, Andrés es un hombre avejentado, corrido (como él mismo ha dicho), en la terracería de los caminos, con un infarto (si fue cierto) a cuestas y quién sabe cuántos males más, incluyendo los dolorones de espalda producto de los muchos juegos de beisbol.
Por cuanto hace a Ricardo Anaya, su eléctrica actitud, su alterada cinestesia, su ultraensayada vehemencia y la reiteración de sus fórmulas de “atrapar” a la audiencia (es una pregunta muy importante, Juan; qué bueno que me preguntas eso, Pedro, etc.), dejan de funcionar en cuanto se repiten hasta la obviedad. El truco del mago nos sorprende la primera vez. La segunda no tanto, y cuando se descubre la fórmula, deja de ser interesante hasta para los niños.
Su recurso interminable de combinar la oratoria de Dale Carnegie con la actitud invencible de Og Mandino, ya no sorprende a nadie. Por eso sus números no se moverán significativamente después de este desastre tijuanense en el cual compartió la mala tarde con los demás.
Los debates, importantes porque los bien portados lo han dicho, no funcionan así como los hace el INE. Una camisa de fuerza, así sea con estampados hawaianos, sigue siendo una camisa de fuerza. La “participación” de la “sociedad civil” (con seis preguntas y un acarreo de 42 invitados), es una engañifa sin representatividad.
Y designar conductores o presentadores o moderadores, por cuota entre las cadenas de TV (ahora le tocó al “reino de Galicia”), no hace sino darle espacio a sabihondos petulantes e imprudentes, regañones y soberbios, cuyo afán protagónico malogró sus quince minutitos de fama y sólo estorbó y deslució el espectáculo.
—En esas condiciones ¿por quién votar? No lo sé.
—¿Quién ganó el debate? El reloj, cuando se cumplieron los 130 minutos de mojiganga.
Ya nada más falta uno.