La presión demográfica, la conurbación, la concentración política, el centralismo de siglos y la manía de vivir fuera de las normas en beneficio de transgresores y falsos vigilantes, han hecho de la ciudad un hormiguero sin reglas.
A pesar de tantas y tantas lucubraciones, análisis y meditaciones, como hubiera dicho Renato Leduc, ignoramos aún si primero fue la gallina o el huevo. Pero el caso es sencillo: la ciudad de México sufre las consecuencias de la espontaneidad inmobiliaria, cuya presión descontrolada y sin planificación alguna, rompe con cualquier intento de planificación.
Como cabras avariciosas nos hemos subido a las laderas de las montañas y serranías y desde el Cerro de la Estrella con su mítica leyenda de renovación de la vida y renacimiento del sol, hasta el azuloso Ajusco de todas nuestras tardes, con caseríos improvisados o ya edificados con la grisácea uniformidad del cacarizo tabique, hemos colmado los espacios, sin posibilidad alguna de corregir el rumbo del caos.
La presión demográfica, la conurbación, la concentración política, el centralismo de siglos y la manía de vivir fuera de las normas en beneficio de transgresores y falsos vigilantes, han hecho de la ciudad un hormiguero sin reglas y cuando la norma existe —como los bandos de Andrés Manuel—, sólo agrava las condiciones de la tumoración.
Las zonas unifamiliares se pueblan de edificios donde diez familias o veinte o treinta, en espacios de minúsculo tugurio, abarrotan la superficie antes destinada para unos pocos y no crece ni la oferta eléctrica ni mucho menos el flujo de agua: las tomas se sobrecargan, los servicios se atascan y las vialidades siguen siendo tan estrechas como cuando los señores De la Lama fraccionaban la ciudad para solariegos disfrutes.
Polanco es ahora un enorme zoco y ya se anuncian planes para su reordenamiento, lo cual significa nada más una cosa: en el mejor de los casos se maquillará el desastre.
Hace cuatro años, en el 2011, ya se decía cómo mejorar esa zona, tan bella alguna vez como para lucir hasta el paseo de jinetes dominicales en los camellones de Horacio. Obviamente, como sucederá ahora, no se va a realizar nada de lo anunciado. Recordemos:
“La delegación Miguel Hidalgo presentó el miércoles 16 de marzo un Plan de Movilidad para la zona de Polanco que incluye estacionamientos, parquímetros, Eco-bici, 2 corredores de transporte público, 2 circuitos de Polanco-bus, 2 pasos a desnivel y acciones puntuales de administración de tránsito, que someterá a la aprobación de los vecinos y, una vez acordado, pasaría a formar parte del Programa Parcial de Desarrollo Urbano.
“Polanco es una zona de la delegación Miguel Hidalgo, con 3.9 km cuadrados; diariamente se realizan 210 mil viajes, sobre todo por visitantes (87%). El principal motivo de los viajes es el trabajo (64%), en seguida la escuela (6%), así como por diversión y compras, 5% y 4%, respectivamente. Los residentes de Polanco hacen tan sólo el 13% de los viajes. Los principales modos de transporte empleados son el vehículo (49%) y el colectivo (31%)”.
Como usted ve toda esa palabrería disfrazada de tecnicismo urbanístico no sirve para nada. Puro rollo para discípulos de urbanistas de la talla de Antonio Azuela, por ejemplo, pero la verdad es sencilla: la proliferación de comercios, la venta de casonas para hacer restaurantes, la falta de planeación, la conversión del uso del suelo y el destino de la tierra, han creado una degradación, lujosa sí, pero ruinosa en cuanto a la perspectiva de una evolución urbana.
En Polanco, como alguna vez ocurrió con las colonias Juárez o la Condesa, San Rafael o Santa María la Ribera (la Ratera), la proletarización urbana, la “tugurización” es el único destino seguro. Y en ese tránsito atroz, no valen ni los cambios de partido, ni los colores políticos o habilidades de delegados o jefes de Gobierno.
El caos impone sus propias reglas...