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El pueblo bueno hace maldades



La herencia axiológica de la Revolución Mexicana (dios, mío cuán distante se escucha eso) es, fundamentalmente, la reivindicación de las masas desposeídas. El valor del pobre convertido en masa levantisca; la masa en movimiento social y éste en corriente invencible y, después, en gobierno.

Antes que la Revolución se nos hiciera gobierno, decía Renato.

Esa mitología de la miseria, permitió convertir a simples roba vacas (como le decían a Villa) en caudillos militares y después en héroes nacionales.

La revolución mexicana, la cual no fue en su etapa armada sino una feroz pugna de criminales ambiciosos (los caudillos terminaron asesinándose entre ellos) fue un prolongado baño de sangre.

Con sus consecuencias sociales de división clasista, como apunta Jorge Ibargüengoitia:

“…Los españoles cargaron con la vajilla y las mujeres y destruyeron el Gran Teocali. Destruyeron además la sociedad azteca, que estuvo dividida en las siguientes clases: nobles, sacerdotes, guerreros, mercaderes, macehuales y esclavos; e hicieron una nueva división: vencedores y vencidos, que se conservó, aunque con otros nombres, hasta el tiempo de Porfirio Díaz, en el que estas dos clases sociales se llamaron, respectivamente, ‘la gente decente y los pelados…’”

Por eso, entre otras, se ha sacralizado la imagen de Emiliano Zapata. Por eso y por su apostura y sus bigotes. Si Zapata hubiera sido lampiño, no habría llegado al mural de Diego en Cuernavaca, ni a Hollywood; hecho película de Elia Kazan (con Marlon Brando).

Pero esas son divagaciones alejadas del meollo de este intento de comentario. El asunto tiene relación con la rapiña, con el robo, con esa conducta indigna del pueblo bueno, heredero de los valores cuyo fomento ahora pretende la Cuarta Transformación, mientras la realidad chapalea en charcos de gasolina robada.

Porque como parte de la hagiografía del triunfante movimiento morenista, el presidente nos ha convocado a conmemorar este año como la devoción a nuestro caudillo sureño, a quien Guajardo asesinó cobardemente, tras ponerle una trampa en la cual cayó como le sucedió también a Vicente Guerrero y a tantos otros en nuestra accidentada historia cuyas páginas chorrean sangre de asesinos y traidores, como Huerta, como Mondragón.

Pero hay un caso feo.

Si bien los asesinatos durante la época de los combates militares eran el pan de cada día, el irrespeto a nuestro caudillo se ha dado en tiempos cercanos con el robo de su estatua en la carretera de Cuernavaca, en los límites de Morelos y la Ciudad de México, cuya broncínea contundencia debería ser repuesta, porque sabe usted, este es un raro país donde el pueblo bueno, sabio, prudente y laborioso, se roba hasta el bronce de los héroes y lo funde para ganarse unos cuantos pesillos en el mercado negro de los metales.

Una bicoca, por cierto.

Porque no sólo se roban la gasolina, se bañan con ella y luego arden como antorchas; no, se roban también las bancas de los parques, las espadas de los reformistas, la cabeza de Abraham Lincoln y las perlas de una virgen cualquiera en una parroquia rural. Se roban los museos y asaltan las joyerías.

Los ladrones, justificados por la pobreza y la falta de oportunidades, dicen, colocan diablitos y quebrantan las finanzas de la CFE con más de 27 mil millones de pesos cada año, pero de esos robos de luz, ni siquiera vale hablar porque ya han sido condonados por el magnánimo gobierno cuya admonición severa fue, ya no lo hagan más; en adelante paguen por el fluido eléctrico, recomendación destinada a los sordos oídos de quienes ya se acostumbraron a vivir “del diablo”.

Porque este pueblo sabio y bondadoso, honesto a carta cabal, tiene hijos mal hechos quienes se roban los jabones de los baños, los rollos del papel sanitario y las toallas de los lavamanos. Por eso todos los servicios públicos y de las oficinas, huelen a miasma, están sucios y no tienen ni papel, ni jabón.

Se llevan el santo y la limosna, hurtan cuanto puedan comerciar; ya sean los cables del trolebús o los alambres del cableado público; los focos de las luminarias, los cristales de las ventanas, las tapas de las coladeras, los rieles del ferrocarril y las llantas de los automóviles, cuando no, los autos enteros y hasta las flores de los jardines.

Ha habido quienes se robaron hasta las elecciones presidenciales. Dicen.

CNDH

 

¿Se entenderá la diferencia entre una demanda y una investigación? Pues solo si quiere entender.

 

 

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