No recuerdo si fue Manuel Gómez Morín quien lo dijo, pero cabe perfectamente para este tipo de ejercicios democráticos (en apariencia), como los debates presidenciales: si no quieren desilusionarse, no se hagan ilusiones.
Quien haya creído por buena fe o por ingenuidad en la edificante utilidad de los debates, ya debería haberse acostumbrado a su relativo provecho. Estas confrontaciones de personalidad (con muy poca oportunidad para las ideas y el análisis de las mismas), no resultan útiles ni siquiera para mover las agujas de las casas encuestadoras y sus mediciones.
Y no sólo por los tres casos recientes (Minería, Tijuana, Mérida). No; los debates han sido más espectáculo y menos reflexión, desde el principio de los tiempos, pero en la medida de mayores participantes en una elección, menor es la posibilidad de lograr algo a partir de las confrontaciones.
Los debates deberían ser como el campeonato de futbol de estos días: con una eliminatoria y con discusiones de par en par, cruzadas después hasta lograr una comparación en la cual todos tuvieran oportunidad pero no simultáneamente. Pero eso es imposible.
Dos horas continuas, por ejemplo, de Ricardo Anaya discutiendo los contratos de Riobóo, con Andrés Manuel, con tiempo de exposición, análisis y exhibición de documentos en las pantallas quizá tendría tanto interés como un partido entre México y Alemania. ¿Cuál de los dos es Alemania? Ninguno, los dos son México.
Posiblemente un encuentro tête à tête (o mano a mano) entre José Antonio Meade y cualquier otro, en el cual se pudieran analizar asuntos económicos sin los ritornelos de la corrupción como causa de todos los problemas nacionales y un análisis de viabilidad con cifras, datos probados y estrategias posibles, con ejemplos de casos internacionales, nos permitiría a todos ver si de verdad hay capacidad en el desarrollo de los temas o simplemente evasivas, escapatorias verbales y confrontaciones fugaces cuyo término siempre es el mismo: una voz tipluda con el implacable anuncio: se le ha acabado su tiempo.
Pero estos debates, como el tercero de Mérida, ni siquiera sirven para conocer la personalidad de los aspirantes al cargo. Ni en sus pocos momentos de espontaneidad son tan reales como para adivinar sus condiciones emocionales, ya no se diga las intelectuales.
Resulta claro, por ejemplo, cómo una corbata y un saco limitan a Andrés Manuel y lo alejan del hombre feliz de las guirnaldas floridas en cualquier plaza pública, tirado en brazos del sudoroso populacho, o cómo no hay un solo instante de sinceridad en Anaya. Todo está ensayado y preparado de manera casi teatral o por lo menos histriónica.
Los únicos instantes de verdad en el candidato del PAN (Frente) son sus mohines y sus cóleras mal reprimidas.
Por otra parte, estos escenarios limitan a quien tiene una personalidad serena y un pensamiento sistemático y ordenado. José Antonio Meade, quien sin duda es un hombre estructurado y con talento, nunca tiene tiempo de explayarse en el análisis y posterior explicación de antecedentes y detalles tan necesarios para darle validez a sus planteamientos.
No es un hombre de tribuna; es un catedrático.
Y en estos formatos de interrupción y relojes de guadaña, no puede lucir sus habilidades. Es un corredor de fondo, metido en los 100 metros planos.
Por eso estas prácticas desilusionan a los ilusos y se convierten en asuntos anecdóticos.
Por eso caben los besos del Bronco y los episodios como la billetera protegida, si fuera necesario con la vida, ante la rapaz embestida. Nada, agua de borrajas.
Cuando los bien portados ponen el ejemplo eterno de los debates en Estados Unidos se olvidan de la mejor característica del sistema de ese país (o la peor, según se vea): el bipartidismo.
Pero con una concurrencia de cuatro o cinco candidatos (o más si se propaga la plaga independientes en el futuro), y dos o tres “moderadores” inmoderados y con ansias de novilleros, las cosas no pueden ser sino como las hemos visto: ñoñas.
Los conductores no quieren conducir, quieren entrevistar y a veces (como no lo hacen en sus noticiarios, regañar o poner en aprietos a los candidatos).
— Como si fuéramos iguales, me dijo uno de ellos. Y la cosa no debería ir por ahí. Por lucirse, deslucen.
Pero la ley es la ley y en su infalible letra ordena hacer los debates. Dos. Y uno de pilón para satisfacer el clamor de los medios. Bendito sea Dios.
Ya se ha acabado el asunto y ya sólo queda la elección por delante.
Vienen días complejos en los cuales las puntas de los hielos sumergidos en la verborrea oceánica de los debates, los tuits y las arengas, podrá emerger con toda la dimensión de sus grandes icebergs, si los hay.
Seguirán las acusaciones de complicidad, de corrupción, de empresarios favorecidos; vendrán más de videos comprometedores, pues para eso los espías trabajan horario extendido.
Quizá alguien guarde un as sexual bajo la manga o la falda de una mujer dispuesta a comparar a un candidato con Weinstein o quién sabe cuál otra artimaña para demoler el prestigio de quien se ponga enfrente.
— ¿Y usted, ya sabe a quién prefiere?
Yo, a Brasil.
FLC
Ahora en lugar de TLC, tendremos FLC; futbol de libre concurrencia. Por ese motivo Poncho Guajardo debería ser Director Técnico de la Selección Nacional.