Poco a poco la fraseología de la vieja izquierda y su propaganda se convirtió en el lenguaje oficial.
Quizá la imposición de un neolenguaje sea parte de la IV-T, y con ello la reescritura de una nueva versión de la historia mexicana cuyas abundantes patrañas serán sustituidas por las nuevas mentiras, pero ahora acordes al reciente idioma.
Sin entrar en las profundidades de los expertos en semiótica, podríamos decir: para fines de instaurar una nueva forma de aprehensión de la realidad, el lenguaje es la realidad. Las cosas no son en sí mismas, como son, sino como se les nombra. Por eso se cree en la “Cuarta Transformación”, lema o aspiración hasta ahora inexistente (su presurosa urgencia la acerca más a una deformación), pero firme como un principio y una realidad sin realidad.
La realidad es el lenguaje y la palabra sustituye a la verdad. O simplemente la crea.
Durante muchos años la palabrería llenó los medios de ideas como ésta: los movimientos guerrilleros obedecen a una cerrazón del gobierno oligárquico, y ante su intransigencia represiva, no queda más espacio sino la lucha armada, como herramienta para propiciar el advenimiento de una sociedad fraterna y justa en la cual florezca el talento del pueblo.
El pueblo, la fraternidad, la justicia y el triunfo proletario tal y como lo había advertido el fantasma cuya luz recorría Europa en 1848, hoy es una realidad nacional, al menos en el discurso.
Por esa idea, los secuestros, los asaltos, las expropiaciones revolucionarias, el cobro de piso a terratenientes cuyas fincas eran ocupadas con pretexto del injusto latifundismo, las tomas (fracasadas o no) de instalaciones militares o de policía, el terrorismo, la voladura de ductos (el huachicol revolucionario) y en general se justificó toda forma de violencia.
En sentido contrario avanzaba la idea de impedir toda represión contra los activistas (llamarles subversivos sería un atrevimiento muy costoso en términos de descalificación generalizada en tiempos de la corrección) quienes, por el contrario, podían atacar desde las sombras del clandestinaje a un sistema impedido de responder sin ser calificado de genocida o guerrero sucio.
Así se consagraron frases continentales como la guerrilla heroica o la guerra sucia o la solidaridad entre los pueblos o el internacionalismo o cualquiera de ellas, cuya culminación ha tenido varios momentos significativos, uno de ellos, la creación de una blandengue e inútil fiscalía para movimientos políticos y sociales del pasado (no para los delitos cometidos bajo su paraguas), pero sin la cual no se entiende el más simbólico de los actos de la nueva versión de la historia: el homenaje a los sobrevivientes de Madera, Chihuahua, en la exresidencia presidencial de Los Pinos, entre clarines de júbilo y promesas de disculpa por parte del Estado.
Pero la invocación a la palabra y su sentido, como creadora o incubadora de realidades, más allá de las percepciones, queda clara en las palabras de Florencio Lugo, sobreviviente del ataque al Ejército en Chihuahua (inicio de la actividad guerrillera en México), quien en el ya dicho homenaje expresó cómo se ha dado —sobre todo en años pasados—, una “campaña agresiva” contra el “movimiento revolucionario”, con el fin de quitarle su ejemplaridad en la educación de los jóvenes.
“La finalidad —dijo— es restarle méritos y que no sea ejemplo a seguir para las nuevas generaciones”. Contario sensu, dirían los latinistas, la exaltación de su aventura armada contra un ejército profesional produce un sentido heroico digno de emulación y aplicación pedagógica.
Por eso, desde el propio gobierno (no importan las aparentes rectificaciones), se calificó a los asesinos de Garza Sada en la categoría de “jóvenes valientes”, dándole a la palabra joven, una categoría moral y axiológica de la cual absolutamente carece.
Otro tanto sucede con los indígenas, ante cuyo origen étnico no hay defecto posible. Entre el pueblo bueno, ellos son los mejores.
Tanto como para —en su nombre y representación—, exigir a la Hispania Fecunda, disculpas desde el Estado, por los atropellos cometidos hace 500 años.
Hoy no es importante sólo conquistar el poder. Lo trascendente es conquistar la historia, reescribirla y mandar también desde los tronos de la memoria, así se cometa cualquier exceso.
MONTEMAYOR
Veíamos Carlos Montemayor y yo la Pasión un Viernes Santo en San Pedro Atocpan. El centurión fustigaba con mecates la espalda del nazareno. Y le metía enjundia más allá del teatro.
— Mira, mira qué chinga le están poniendo, decía Montemayor. “Ya bájale, cartón…
— Y el Cristo lo escuchó con la última sonrisa agradecida.
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