Resulta complicado escribir algo que no sea retórico, en este periodo sobre lo que ocurre en Kabul. En especial sobre las mujeres que viven la zozobra. Bajo la sharía, la ley islámica, hay duras consecuencias por cosas tan simples como dejarse ver en público con la cabeza descubierta. Tienen miedo de salir o hablar cuando comienzan las represiones de las libertades. De hecho, ya están desapareciendo de la vista del público, esto a medida que prevalecen el miedo a los talibanes y la incertidumbre.
Créanme que me siento, malditamente inadecuada y podría decir que, hasta avergonzada de mi impotencia, por las cosas que he visto en los últimos días, en los diferentes medios de comunicación. Vi con infinita tristeza, las imágenes de los cadáveres de los hombres que intentaron salir de Kabul aferrándose a las turbinas de un avión, que no son más que la otra cara de los migrantes en nuestra frontera con los Estados Unidos o del Mediterráneo, en Europa, dispuestos a todo, incluso a arriesgar su vida en la empresa más loca y desesperada para escapar de un país que ya no sienten como propio, donde la vida probablemente será invivible.
Es difícil no indignarse ante el sufrimiento de todo un pueblo y observar que, en varios países, de esto se está haciendo casi una cuestión de política interior. Cuando no es sólo una cuestión de política y menos aún interna. ¡Es principalmente, una cuestión de humanidad! La comunidad internacional debe actuar con decisión para evitar una tragedia mayor. Y el Consejo de Seguridad de la ONU debería aprobar una resolución de emergencia para pedir a los talibanes —que ya controlan en la práctica el país— que respeten el derecho internacional de los derechos humanos, protejan a la población civil y pongan fin a los ataques de represalia mientras se siguen negociando los acuerdos para la transición.
He visto imágenes de niños pequeños lanzados por sus madres por encima de un muro o pasados por las manos de los soldados por encima de una alambrada. Como madre…creo que yo también lo hubiera hecho.
También vi un video, donde a una mujer la hacen arrodillar y un tipo con barba que pronuncia una especie de fórmula, evidentemente una sentencia de un tribunal popular, le dispara en la cabeza y la mata. Anterior a éste, está el video que dio la vuelta al mundo, convirtiéndose, con justa razón, en viral de la joven llorando que dice: "No contamos porque hemos nacido en Afganistán, moriremos lentamente en la historia. Nadie se preocupa por nosotros”.
Creo que, nacer en otra parte del mundo no debe ni puede ser nunca una falta. Llama especialmente la atención, además de las palabras de la niña, en un mundo en el que hay quienes su mayor preocupación es pensar en lo que harán el próximo fin de semana o su máximo drama es la cola en la carretera, mientras que muchos otros colgamos fotos en las redes sociales que normalmente nos tienen en el centro, con nuestro propio ombligo como medida del mundo cuando en otros lugares hay humanos que mueren. Hay niños y mujeres que no saben qué será de sus vidas.
Cuarenta y cinco segundos de video para expresar sus temores al mundo: "No contamos porque nacimos en Afganistán, moriremos lentamente en la historia. ¿No es divertido?"
Las dos cosas que son puñetazos en el estómago, devastadores y absolutos, son las lágrimas desesperadas de esta chica, que entran por dentro y sus ojos, que -si la desesperación pudiera describirse con una imagen- sería seguramente esta.
He visto también, la resistencia de las mujeres afganas, por las que nadie se ha arrodillado en el Parlamento, ninguna voz de las de siempre se ha alzado, ninguna explotación política ha comenzado (o, tal vez, han comenzado demasiadas, igualmente insoportables) y las imágenes de la valiente alcaldesa que está allí, esperando que vengan por ella, un escudo humano para sus ideas. Se aprecia en sus ojos y en sus voces el miedo a ser traicionadas por enésima vez.
¡Para las mujeres afganas es fundamental saber que no están solas!
Así mismo vi la fotografía de la mesa con los líderes talibanes y entendí mucho de lo que he estado contando hasta ahora.
¡No podemos fingir no ver o, peor aún, ver y no entender!
Las niñas revivirán la pesadilla de sus madres, entregadas en matrimonio a hombres viejos e invisibles que las reducirán a esclavas, sometiéndolas a una vida que no vale la pena vivir. Y para quienes no se sometan a la voluntad de los invasores, que pronto proclamarán un emirato islámico ultraconservador, han comenzado las listas de proscripción: la purga controlada de los rebeldes.
Las imágenes de bellas mujeres sonriendo en las vallas publicitarias ya han sido borradas con pintura blanca, y los comerciantes que las exhibían en sus escaparates tiemblan al pensar que alguien pueda recordar semejante iniciativa. Las fotos de mujeres afganas en Kabul que estaban vestidas como nuestras madres en 1972, con sus primeras minifaldas, suéteres de brillantes colores y el cabello peinado hacia atrás forman parte de un lejano pasado y de un incierto futuro. Para toda una generación de mujeres afganas que ingresaron a la vida pública (legisladoras, periodistas, gobernadores locales, médicas, enfermeras, maestras y administradoras públicas) hay mucho que perder. Mientras se esforzaban, trabajando junto a colegas masculinos y en comunidades no acostumbradas a ver mujeres en posiciones de autoridad, para ayudar a construir una sociedad civil dirigida democráticamente, también esperaban abrir oportunidades para que las generaciones posteriores de mujeres las sucediera.
¿Qué va a pasar ahora con las mujeres afganas? ¿Volverán las burkas? El mundo quiere saber. Y ellas, por supuesto, también.
Si bien han pasado casi 20 años desde que los talibanes ocuparon por última vez el poder en Afganistán, aún está fresca la memoria de las imposiciones durante el primer gobierno talibán de los militantes islámicos a niñas y mujeres en los años noventa: prohibiciones de trabajar y estudiar, mandato de usar burka en público, latigazos a las que transgredieran las normas.
Además de que mostrar los tobillos, reírse o salir solas de casa eran motivo suficiente para que fueran castigadas. Las flagelaciones y ejecuciones, incluso la lapidación por adulterio, eran prácticas habituales en las plazas y estadios de las ciudades.
Las familias ya se ven obligadas a entregar a sus hijas y madres a los talibanes, que las entregarán como "dote" a los soldados: ¿qué será de ellas? ¡Mercancía humana!
Hemos leído con gran pesar historias de jóvenes que, llorando, esconden o queman diplomas, certificados y títulos obtenidos con esfuerzo y orgullo porque los depredadores de la libertad ya han recibido órdenes de acorralar a las mujeres con estudios, un peligro para el califato, peor incluso que las armas.
Despertemos, pues, y participemos en el desafío de esta inclemencia que, tras dos años de pandemia, nos ha sorprendido con el resurgimiento del califato islámico impregnado de extremismo religioso que empaña y suprime todo derecho humano fundamental.
No podemos permitir que las mujeres afganas desaparezcan en la impiedad de sus opresores: pensar en lo que están viviendo en estas horas es simplemente aterrador.
Concluyo esta reflexión con un poema de mi querida amiga italiana Marinella Accinelli
Cubiertas
veladas
secuestradas
atadas
silenciadas
golpeadas
heridas
violadas
asustadas
mutiladas
les ves los ojos bajos
en los programas de entrevistas pregonando
"el velo es nuestra elección"
bajo la mirada inquisidora
de padres asesinos de la libertad
y nosotras las mujeres como ellas
pensando en "pobres chicas"
mientras que la manicurista
dibuja una flor inútil
en nuestros dedos blancos
...su grito será la salvación del mundo...
Marinella Accinelli 2009