Jean Grondin afirmaba que: “una conciencia que no se siente interpelada por el bien no merece ser llamada conciencia”. He pensado últimamente de manera obsesiva sobre la mediocridad. ¿Por qué? Porque se ha convertido en norma y el que quiere ser sí mismo debe luchar contra la implacable maquinaria de la mediocridad. Recuerdo una frase que describe muy bien los mediocres: “No tienen sentimientos. No saben odiar ni vengarse. Trabajan automáticamente e ignoran todo lo que no está escrito en el programa. Es la suya la indiferencia del ciudadano ante el hombre, la indiferencia que ha terminado por sobrepasar la de las máquinas” (Virgil Gheorghiu, La hora 25, p. 297). La mediocridad aniquila los sentimientos, las relaciones humanas quedan destrozadas mediante su paso; la mediocridad busca uniformizar a los hombres y toda dignidad queda aniquilada.
Es contra la mediocridad, mi protesta, contra este “espacio” donde se da una lucha permanente no de ideas, no entre espíritus en los cuales se cultiva la semilla que se llama cultura, sino es un espacio donde se abandono el aprecio y el respecto, la apertura de aprender del otro; mi protesta es contra este “espacio del ego” Sé que hablar sobre mediocridad significa abrir una herida, confrontarse con el rechazo o con un muro implacable, pero no tengo miedo de expresar mi protesta contra la mediocridad ya que es más que necesario concientizar su presencia y luchar contra su astucia. ¿Dónde se encuentra la mediocridad? En todos los lados y en todos los ámbitos.
Su última conquista es la educación que en los últimos años se ha visto forzada a renunciar a la Paideia griega o la Bildung alemana, a favor del mercantilismo. La mediocridad se enmascara en “buenas intenciones”, en moralejas baratas, en “ver por nuestro bien”. Si bien recuerdo eran Nietzsche y luego Scheler quien enfatizaban que el mediocre busca a toda costa un amo que le prescriba lo que hay que pensar, hacer y omitir. La mediocridad se esconde en la tentación de pretender ser aquello que no somos, está bien cobijada en las ideologías de todo tipo, en la sonrisa envidiosa de algunos ya que la envidia es uno de los signos de la mediocridad. Afirmaba Kierkegaard que la envidia es una admiración desgraciada y tenia toda la razón ya que el mediocre es aquel que puede admirar, desea ser a toda ansía el otro que admira, pero no soporta reconocer lo que admira e el otro y prefiere la desgracia. La mediocridad está en la mirada autoritaria de aquel que no tiene vocación de ser un verdadero líder; está en la hipocresía, pero también en la violencia que asalta nuestros espacios públicos; la encontramos en el chantaje y en la doble moral.
Por lo general se piensa que el mediocre es un individuo que no tiene acceso a la educación. Mi idea es otra: he encontrado, por mis andares, personas que en su vida no han pisado las puertas de una escuela y he aprendido más de éstas que de mucho otros que pretenden haberse educado en escuelas o universidades. Si recuerdo, el mismo Cioran afirmaba también: “he aprendido más de los pastores de ovejas que de algunos que se llaman eruditos”. Quiero decir que no hay una regla de pensar que aquel que no tiene estudios es mediocres; he visto campesinos tan llenos de sabiduría, tan honestos y de una belleza interior tan noble que he llegado a comprender porque Tolstoi los amaba tanto; he visto también hombres con altos estudios, de una finura intelectual y de una presencia bondadosa de la cual uno sólo tiene algo que aprender; he visto también seres humanos que saben muy poco y piensan que saben mucho, sin entender que la vida es un camino y que a cada paso deberíamos darnos cuenta, reiterando a Pascal, que somos una nada comparado con lo que está por aprender; he visto también alguno que saben muy bien su lugar en el mundo y lo asumen con sabiduría y otros que no entenderán nunca sus límites. Lo que quiero decir es que el mediocre no es necesariamente aquel ser humano privado de la posibilidad de una educación; puede ser también el que tiene estudios, inclusive universitarios. ¡Hitler era muy educado, inclusive tenía cierto talento, pero a la vez un mediocre!
Por lo cual la mediocridad no tiene que ver con medir el alcance de nuestros estudios y desfilar con ellos pretendiendo que somos “intelectuales” contra “los mediocres”. ¡No! La mediocridad tiene que ver con la forma en la cual proyectamos nuestra vida, es decir es un asunto de conciencia y no de colección de estudios, conocimientos u otros esnobismos.
Dado su amplio ámbito de manifestarse, comprendo que hay varias facetas del mismo mediocre:
1. Primero el mediocre es el hombre que no quiere salir de su zona de confort, el hombre que se siente agredido cada vez que alguien le hace cuestionar su comodidad. En este caso, el mediocre sale al ataque mediante juicios ya que todo lo que no cuadra en su zona de confort no es válido y de aquí la creación de prejuicios y falacias.
2. Segundo, es la vivencia de la realidad mediante emociones y chantajes; es el hombre que vive y actúa en función de sentimientos tribales y colectivos. Este tipo de hombre no vive desde la libertad sino en función de leyes no escritas al cual quiere someter a cualquiera que tiene alrededor.
3. Tercero, es el mediocre que vuelve su conocimiento en argumento de autoridad; es decir es el individuo que no está abierto al diálogo y la única manera de relacionarse con el mundo es mediante el argumento de autoridad.
4. Cuarto, es el mediocre que aniquila su conciencia, viviendo en función de algo que está fuera de sí mismo. Es el más peligroso ya que cuando un ser humano aniquila su capacidad de pensar y hace todo en función de un deber abstracto, da lugar al peor de todos los males.
Son los mediocres los que mataron a Sócrates, ya que les hablaba de una nueva forma de pensar, de reconocer sus errores y de vivir conforme la verdad. Pero Sócrates murió con dignidad y fiel a sus ideas. Más que la mediocridad, Sócrates prefirió la cicuta. Desde este gesto, la humanidad no descansa. El mal se instaló en la historia e inclusive la historia bíblica nos recuerda su presencia.
Abraham fue juzgado por su gesto, los amigos de Job trataron de alejarlo de la verdad; Cristo fue crucificado por aquellos que se sentían amenazados por la verdad que encarnaba… Los ejemplos pueden seguir: Kierkegaard se comprometió a vivir y morir por la verdad y toda su vida fue una lucha contra la cristiandad (otra faceta de la mediocridad); Nietzsche fue visto como un outsider porque se atrevió decir lo que pensaba, Tolstoi renuncio a todo para seguir su llamada interior y para apartarse del mundo del confort; Cioran fue exiliado de su propia cultura también por los mediocres, Hannah Arendt también se tuvo que confrontar con aquellos que no querían aceptar la verdad, y los ejemplos pueden seguir.
Lo que quiero enfatizar es que la mediocridad es el mal cuya raíz está, como decía el sabio Sócrates, en la ignorancia. Para Cioran la mediocridad representó la causa de su insomnio. Sabía que era la podredumbre y contra ella luchó con todas sus fuerzas. Cioran supo sacudir la conciencia, no desde una posición de autoridad, sino desde el margen de la vida, que es su lugar asumido; desde esta marginalidad, de donde con lucidez analiza, argumenta, se pelea con el mundo y si es el caso, con Dios. Cioran tuvo esta capacidad de ver con lucidez que el espíritu humano está atrapado; sabía muy bien que va a venir el momento cuando se van a elogiar a aquellos que obedecen, sabía que el hombre es víctima de una maldición y que vive en virtud de una ciega obediencia frente al progreso, al poder. La mediocridad es para él la ambición, “una droga que convierte al adicto en un demente potencial” (Cioran, Historia y utopía, Tusquets, Barcelona, 2003, p. 64). y este es el punto en el cual el hombre se encuentra frente al mal radical… Sólo las mentes lúcidas, saben que la mediocridad es el mal radical y a la vez tan banal, como afirmaba Hannah Arendt. Su lugar no está fuera sino crece, como la mala hierba, en el corazón del hombre cuando éste está totalmente seducido por el confort, la ignorancia y el poder; o como bien afirmaba la misma Arendt, lo triste es que el mal lo hacen aquellos hombres que no pueden decidir si quieren ser buenos o malos.
Hannah Arend tuvo la capacidad de comprender la banalidad del mal. Es tan banal que ya lo ignoramos, ignoramos que en cualquier momento existe el peligro y la amenaza de la mediocridad.
Arendt escribió para aquellos que se sienten igual que ella, outsiders en un mundo que funciona bajo un “orden establecido” al cual sólo los mediocres tienen la capacidad de alinearse. El pensar de Arendt, parte de un mundo interior, de un diálogo del pensamiento, y no busca la subordinación a ningún tipo de ideología. Luchó con todas sus fuerzas precisamente para mantener el pensamiento independiente de cualquier ideología ya que fue testigo de las más arrastrantes y despojantes ideologías: el nazismo y luego el estalinismo. Arendt sabía, como muchas otras mentes iluminadas, que lo peor de una ideología es cuando se vuelve moral, es decir cuando se vuelve autoridad moral y pretende decirnos qué es el bien, a pesar de que los medios sean malos.
En otras palabras, no hay ideología que no funcione bajo el principio de Maquiavelo: “el fin justifica los medios”. Es el apego a una ideología, no sólo la característica fundamental del mediocre, ya que busca cobijarse bajo un techo seguro, sino también es una parte de los cuatros elementos claves de lo que la misma Arendt llama totalitarismo, junto con otros aspectos entre los cuales: la institucionalización, que ella la identifica con la práctica que viene desde los campos de concentración nazi y los campos de trabajo soviéticos; luego la destrucción de los vínculos naturales (familia, matrimonio) mediante practicas de espiar a los integrantes de tu propia familia y por último la burocracia. No voy a insistir en hablar sobre cada uno en parte, por eso si el interés persiste, uno puede leer su libro Los orígenes del totalitarismo.
Fuera de la capacidad de Arendt de identificar estos elementos que representan, en el fondo, el terror de la historia, me llama la atención el hecho de que todo el problema y el origen de semejantes elementos, que determinan el terror expresado en lo que ella llama, repito, “la banalidad del mal”, giran alrededor del tema de la conciencia; que es precisamente ausencia en el caso del mediocre.
Nuestra forma de vivir, se ve reflejada en nuestro modo de actuar donde la conciencia, nuestra conciencia se debería ver involucrada. La praxis de la cual habla Hannah Arendt no es una teoría y nada más, es el modo en el cual se ve reflejado nuestro diálogo interior; por eso, no hay conciencia ahí donde no hay diálogo interior, como diría también San Agustín.
También fue Kierkegaard quien nos enseño que la conciencia es asunto del individuo, es una conciencia subjetiva de cada hombre particular y por eso Kierkegaard nos recuerda de Sócrates. Arendt, igual identifica en Sócrates como el mejor ejemplo de hombre con conciencia particular.
Recuerdo que el trabajo de Sócrates fue lograr vivir bien consigo mismo, es decir en relación con su conciencia. Por eso la enseñanza de Sócrates, luego de Kierkegaard, entre otros y también de Hannah Arendt fue de hacer aquello que uno es, es decir de lograr estar en relación de fidelidad con uno mismo. La idea de Arendt partía de la idea que durante una crisis, una persona que de verdad piensa, no esperará reglas o leyes, sino que dirá: “debo ser fiel a mí misma”. Es decir nuestra forma de vivir y actuar no puede estar en relación con normas o leyes que nos imponen cómo debemos actuar. Uno actúa de verdad cuando el actuar está en relación con la conciencia que se refleja en nuestro diálogo interno. Es decir, no se puede hacer aquello que la conciencia no puede soportar. Y Arendt lo expresa de la siguiente manera: “La moral concierne al individuo en su singularidad. El criterio para lo bueno y malo, la respuesta a la pregunta ¿qué debo hacer? depende a fin de cuentas no de los hábitos y de las costumbres que comparto con quienes me rodean, ni de un orden de origen divino o humano, sino de lo que yo decido en relación conmigo mismo. En otras palabras, no puedo hacer ciertas cosas, porque haciéndolas ya no podré vivir conmigo”.
Antes Kierkegaard decía algo similar: que uno debe logar, mediante sus actos, ser fiel a lo que es, por eso para el filósofo danés la tarea de cada uno de nosotros es realizar la vocación, que él traduce como la llamada de nuestra existencia; tener la fuerza de asumir lo que uno es. El mensaje es muy sencillo, para aquellos que quieren escuchar: no pretender ser lo que no se es, ser fiel a ti mismo y asume tu condición.
Por eso la moral no es “un seguir por seguir” leyes y costumbres, algunas con un aire ya tribal, porque esto precisamente es el origen del mal, ya que reiterar de memoria máximas morales, y vivir conforme estas máximas pensando que así se hace el bien, no significa ser moral, no significa que uno puede ir y dormir tranquilo. Ser moral (que no debería ser diferente a ser ético) significa esto: lo que Sócrates nos ha enseñado, y Kierkegaard y Arendt nos están recordando: la moral significa ser fiel a la conciencia de sí mismo, para poder vivir bien conmigo mismo.
Pues la mediocridad cuando aparece lo único que sabe hacer de inmediato es callar la conciencia, para luego ejecutar normas sin pensar, pretender ser lo que no sé es y tener la necesidad de vivir atado a una ideología, sea política, religiosa o mercantil, que ofrece todo menos descanso de las conciencias, y esta agonía de la conciencia se llama desesperación, como bien decía Kierkegaard; de ella surge lo que Arendt más tarde llamará “la banalidad del mal”. Sólo el mediocre puede estar “en paz por haber cumplido la norma” sin ser fiel a sí mismo.
Escribo todo esto no para juzgar -porque esto sí, como diría Kierkegaard cada quién que juzgue por sí mismo- escribo porque es mi única forma de protestar. Es mi única manera de entender. Si por todos los lados y en todos los ámbitos sentimos la amenaza de la mediocridad, no significa que debemos cerrar los ojos, no significa que la debemos ignorar sino luchar contra ella con lo único que se puede luchar: es decir, no temer ser nosotros mismos, no temer vivir desde aquellos que estamos llamados ser, es decir desde la libertad, aceptar nuestro límite, no temer en escuchar la conciencia, comprender que no podemos ser algo diferente a lo que ya somos y no pretender ser aquello que nunca seremos.