El amor como arrepentimiento y perdón
Existe en el Evangelio una parábola tan bella que ni Rembrandt resistió y la tuvo que inmortalizar en su famosa obra de arte El regreso del hijo pródigo.
“Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde. Y el padre les repartió la herencia. A los pocos días, el hijo menor reunió todo lo suyo, se fue a un país lejano y allí gastó su fortuna llevando una mala vida. Cuando se lo había gastado todo, sobrevino una gran hambre en aquella comarca y comenzó a padecer necesidad. Se fue a servir a la casa de un hombre del país, que le mandó a sus tierras a cuidar cerdos. Gustosamente hubiera llenado su estómago con las algarrobas que comían los cerdos pero nadie se las daba.
Entonces reflexionando, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra mientras que yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros. Se puso en camino y se fue a casa de su padre. Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió. Fue corriendo, se echó al cuello de su hijo y lo cubrió de besos. El hijo comenzó a decir: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no me merezco llamarme hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: Traed enseguida el mejor vestido y ponédselo; ponedle también un anillo en la mano y sandalias en los pies. Tomad el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete de fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido encontrado. Y se pusieron todos a festejar. El hijo mayor estaba en el campo y, al volver y acercarse a la casa oyó música y bailes. Llamó a uno de los criados y le preguntó qué significaba aquello. Y éste le contestó. Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el ternero cebado porque lo ha recobrado sano. Él se enfadó y no quiso entrar y su padre salió y se puso a convencerlo. Él contesto a su padre: Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me diste ni un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega este hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitutas y tú le matas el ternero cebado. El padre le respondió: Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero tenemos que alegrarnos y hacer fiesta porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido encontrado”. (Lc. 15, 11-32)
Con humildad sé que no tengo la autoridad de hablar sobre esta parábola con profundidad o sabiduría, pero me atrevo a acercarme a ella como haría cualquiera de nosotros tocado por estas palabras. Te confieso, después de haber leído esto, una sola idea pasó por mi mente: si tendríamos esta enseñanza más cerca de nuestro corazón, seríamos mejores los uno con los otros.
¿Cuantas veces no escuchamos historias de odio y envidias, historias en las cuales los hermanos compiten frente a unos padres que no saben ayudar a los hijos comprenderse, amarse y perdonarse? Por eso quiero descansar mí pensar sobre esta parábola, para hacerme entender que no estamos aquí para demostrar quién es el mejor y quién es el peor frente a los padres o frente a los otros; no estamos aquí para luchar y ser el mejor a través del rencor y de la mala fe. Estamos aquí para aprender a amar y a perdonar; al menos de esto estoy convencida. Y esta parábola es una historia de amor: el padre sabe perdonar y enseña al hijo a perdonar; el hijo pródigo es perdonado y se le ofrece todo porque estaba muerto y ha vuelto a la vida porque supo arrepentirse y pedir perdón; el hijo grande debe aprender a transformar su ira, su envidia en amor al otro que es tan diferente a él. Y los dos hijos deben aprender a perdonar porque, cada uno por su lado, serán un día el padre.
Confieso que me he sentido muchas veces el hijo pródigo cuando, sin medir mis fuerzas pensaba que el mundo es mío y tenía un alma llena de prepotencia; y me arrepentí. También me he sentido el hijo grande, que reprocha al padre y exige que se le reconozcan sus méritos y… me arrepentí. Y, puede ser, que a veces he tenido que estar en la postura del padre, ya que frente al otro, rebelde, prepotente, o lleno de envidia, tuve que perdonar, entender y aprender amar.
No hay una prioridad gradual de estas posturas, porque todas son difíciles: el hijo pródigo debe reconocer con humildad su prepotencia, confrontar su conciencia y pedir perdón, pedir ser recibido a casa aunque sea como jornalero; el hijo grande debe entender que aunque fue él quien siempre estuvo al lado de su padre, no por eso es más amado, sino que es amado igual que a su hermano perdido y debe aceptar que el amor de su padre es un amor que no puede ser medido. Por eso, debe, a su vez, perdonarse a sí mismo y aceptar que su hermano también merece el amor de su padre, a pesar de ser el pródigo. Por su lado, el padre debe hacer entender a los dos hijos que lo más importante es cuando uno regresa a su morada; cuando uno nace de nuevo porque reconoce su error, porque al haberse perdido a sí mismo sabe arrepentirse y sabe pedir perdón.
¡Esto significa estar vivo! El hijo pródigo se arrepiente porque sabe que se perdió a sí mismo y perdió todo lo que el padre le ofreció con amor; y el hermano mayor, a su vez, debe arrepentirse porque no entendió lo grande que es el amor de su padre.
Creo que aquí hay algunas enseñanzas: no se puede amar sin perdón y sin arrepentimiento; los padres deben enseñar a los hijos a amarse y a perdonarse; no se trata nunca de quien es más reconocido frente al padre, porque el amor del padre es el mismo para todos sus hijos.
¡Qué diferente será la vida si entenderíamos un poco el sentido de la enseñanza de esta parábola! Y… si el padre es Cristo, todavía más; porque saberse amado por Dios es sólo mediante el arrepentimiento y el perdón.
Hay un libro escrito por Henri J M. Nouwen, sacerdote y profesor en las universidades de Notre Dame, Harvard y Yale, y autor de varios libros sobre la espiritualidad, llamado El regreso del hijo pródigo. Meditaciones ante el cuadro de Rembrandt. No hablaré del libro y tampoco de la interpretación que el autor hace frente al cuadro de Rembrandt pero, no cabe duda, que Rembrandt mismo fue tocado por este drama de nuestra alma, esta lucha interna que debemos llevar a cabo a diario para poder siempre regresar a la casa, a nuestra morada que yace en nuestro corazón, allá donde Dios vive en nosotros.
Conforme los datos, Rembrandt mismo fue tocado por las malicias que se apoderan del alma y, lleno de amargura, fue un hombre vengativo en un momento de su vida. Pero pintando este cuadro encontró su modo de arrepentirse para así poder ser abrazado, igual que al hermano, por el padre que todo lo perdona.
Te invito a pensar: ¿cuantas veces no somos o el hijo pródigo o el hijo mayor? ¿Cuántas veces no nos entregamos al juicio, a la amargura, a la venganza? ¿Cuántas veces no somos el fariseo que chantajea al padre? ¿Cuántas veces no nos rebelarnos porque no nos sentimos amados, o por querer ser aceptados? De hecho, este último querer es nuestra podredumbre porque de este querer nace el resentimiento.
Por eso el hijo mayor se siente rechazado, siente que no es aceptado y de ahí el resentimiento que nace en su alma contra el hermano menor. El hijo mayor se siente el justo, el que ha hecho todo para su padre, y por eso siente el derecho de ser aceptado deseando que su hermano sea rechazado. Pero el padre abraza a los dos, y ¡feliz aquel hijo mayor que se sabe igual de pecador que su hermano perdido! Pero no, es más fácil quejarnos así como es más fácil culpar al otro por nuestra desgracia.
Pensemos en el esfuerzo que hacemos en ser el mejor, ser el bueno, ser el justo, el correcto y ¿después de tanto esfuerzo, qué recibimos? Qué el otro, el rebelde, es igual de amado. Y nos preguntamos ¿dónde está la justicia? ¿Qué tipo de amor es este? Lo que aquí se debe aprender es que ninguna bondad y ninguna justicia vale cuando está acompañada por el rencor, por la envidia y por el querer ser aceptado.
Uno no es bueno por querer ser aceptado; lo es porque lo es, y tampoco uno es correcto por ser aceptado, así como no se es justo por lo mismo. No debemos hacer esfuerzos contra de nuestra naturaleza, no debemos esforzar en pretender ser algo que nunca seremos, solo para ser aceptados.
Basta con la honestidad: tu, como yo, hemos sido el hijo pródigo, el hijo mayor, el padre; ninguno es más o menos, porque los dos somos perdonados. No te esfuerzas en demostrarme que estoy en error y que tu estás mejor; así como yo no me esforzaré en hacerlo. Tolstoi afirmaba una vez que la interioridad es un secreto entre uno mismo y Dios, y uno se sabe amado cuando con arrepentimiento pide perdón. El amor y la bondad no se ganan, no se compran, sino que existen porque somos amados.
Y cuanto tiempo, energía, dinero, gasta uno ¿para qué? ¿Cuántos actos de filantropía para convencerse uno a sí mismo lo bueno que es? ¿Cuánta energía gastada en simular la ayuda, la justicia, la bondad? ¿Y luego? ¿Cómo el hijo mayor nos ponemos a esperar tener el privilegio del padre (Dios); pensamos que merecemos más amor que otros? Pero si uno hace las cosas para las recompensas ¿Con qué es mejor que aquel hermano que gasto toda su fortuna en lujuria?
¡Fallamos tantas veces! Siempre encontramos un culpable de nuestras desgracias…, siempre hay algo que nos hace sombra y sentimos que no somos amados. Y nunca seremos si no nos amamos a nosotros mismos. Amarse a uno mismo es saberse amado y entonces miraremos al hermano con amor y perdón, no con envidia y rencor. El hermano (el ser humano) que le tiene envidia a su hermano (al projimo) es porque no se sabe amado, porque no se ama a sí mismo.
Pero nos podemos encontrar si sabemos que lo único que nos une es el perdón, el arrepentimiento, y saber que sólo mediante el arrepentimiento uno es recibido otra vez en su comarca; sólo mediante el arrepentimiento uno puede encontrarse a sí mismo porque sólo entonces escucharemos la voz del padre que nos ama: “todo lo mío es lo tuyo”.