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Ética y comida



¿Qué significa vivir bien? ¿Llevar a cabo una vida buena? Estas han sido las interrogantes de la sabiduría moral, la ética, desde tiempos en que Sócrates fue sentenciado a muerte por defender su integridad de vida y conciencia ante un tribunal democrático. Así es, la democracia ateniense, modelo e ideal de las democracias actuales, ante las evidencias racionales y argumentativas de la integridad de la vida de Sócrates, actúo legal pero inmoralmente. La mayoría de los atenienses, democráticamente, no soportaron ser cuestionados con el testimonio de vida de Sócrates, el cual, con su muerte, lego una enseñanza para todos los tiempos y que responden a esta preguntas –reto moral eterno- la vida buena es una que se vive y muere dignamente y que ante la sentencia injusta prefiere la muerte a vivir en ausencia de sí mismo.

Como decía Kierkegaard, en estos tiempos en que buscamos recetas de la felicidad, y en el que las ideologías capitalistas y democráticas, pretenden instaurarse como el único discurso válido de moralidad, lo que más necesitamos es un nuevo Sócrates que camine entre nosotros y nos ponga de nuevo frente a estas interrogantes trascendentales, para develar con claridad que la ética nos habla a cada uno en nuestro rostro personal y no se subordina, ni depende, de ningún discurso triunfalista.


Vivir bien, tener una vida buena, depende de que en cada uno de nuestros actos busquemos el fondo de nuestra alma y la integridad en sus actos, lo cual muchas veces puede ponernos en situación crítica, de ofensa o de oposición con el sistema establecido.

La alimentación y la cocina, como ese acto por el cual transformamos la naturaleza en alimentos y en todo un sistema de comunicación, no están exentos de estas preguntas morales. De hecho, probablemente es uno de los actos por los cuales entablamos nuestras relaciones morales más primigenias y originales con la realidad. Es una actividad por la cual conocemos el mundo, nos conocemos a nosotros mismos y dotamos de sentido las relaciones. Como bien decía Héctor Zagal en su reciente artículo en Letras Libres “el chef es un filósofo práctico” (Cfr. Letras Libres, no. 152, Agosto 2011, Historia heterodoxa de la gastronomía occidental), como Sócrates, porque dota a las relaciones de alimentación humana una forma de vivir, una memoria histórica y una posibilidad de vida, que los griegos en conjunto nombraban felicidad.

En este sentido podríamos decir, que en los hábitos alimenticios que practicamos se expresan hábitos morales que determinan nuestra forma de vida. La cocina transforma la naturaleza por las elecciones del cocinero en función de una forma de vida, de una concepción del buen vivir. Por tanto de una concepción de la calidad de vida y de lo qué significa ser humano. Esto quiere decir que los hábitos alimenticios indican las formas cómo nos relacionamos con el mundo en todas sus dimensiones y cómo concebimos nuestra existencia en el tiempo. Por ello el gusto es no solo un sentido para la gastronomía, sino la realización de una vida interior que genera un lenguaje, símbolos, como forma de comunicación. No estaría fuera de sitio el lema publicitario de un conocido programa de la televisión británica que dice “dime qué y cómo comes y te diré quién eres”.

Bien dice el chef Santi Santamaria en su libro La cocina al desnudo que esta actividad no solo es ciencia y técnica, sino intuición y sentido subjetivo de comunidad con el comensal, comer algo que no se entiende es deshumanizarse. Los sentidos, que son la base del cocinero, son referentes que se ensayan, se degustan, se recuerdan; nos arraigan, se cultivan y además nos proyectan en una memoria culinaria. Una educación moral integral debiera integrar buenos hábitos de alimentación en todos los sentidos, ya Platón nos dejó claro en su obra La República que la formación del carácter moral inicia con la educación y el gobierno de los sentidos, aquí el arte y la cocina juegan un papel fundamental.

El origen de los malos hábitos morales inicia por los malos hábitos en la alimentación porque estos marcan las relaciones existenciales originales y elegidas y heredadas del hombre con su entorno, consigo mismo y con los otros, por ello los cocineros tiene una responsabilidad moral sobre todo este proceso. La cocina como un acto humano fundamental se basa en las elecciones del cocinero que se derivan de una concepción del hombre al que va alimentar, una visión del mundo y unos valores, y en ese sentido tienen una responsabilidad moral.

Santi Santamaria  por ello propone que la primera pregunta de todo cocinero como todo ser humano y como Sócrates es ¿de dónde vengo y cuál es mi opción fundamental? como responsable de hábitos de alimentación y de formas  de creación de vida. Esta pregunta es también acerca de la forma de vivir y de alimentarse, por ello debe primero que nada tener claro sus referentes como son:
los orígenes, la historia, los viajes gastronómicos, los cocineros como modelos de vida. Porque de ellos dependerán los valores culinarios, que son al mismo tiempo valores morales, como son: el tiempo, la cultura, la naturaleza, la evolución, lo social, lo artístico y lo universal. Porque finalmente, la cocina no sólo es alimentación y arte, es la base de la hospitalidad: la invitación a comer significa que le permitimos a otra persona –reconocida como tal- que nos es extraña y desconocida, a compartir una relación íntima, en lo más íntimo, de esos valores implicados. La cocina bien puede bajo estas reflexiones contribuir a conformar los vínculos que pueden unirnos como seres humanos en nuestras diferencias, sin discriminación, en donde cada acto de comer sea no sólo un viaje que me haga escapar de otros, sino un viaje interior con otros.

Desde tiempos bíblicos hasta Gordon Ramsay, la relación de la buena cocina con las buenas costumbres morales y con la hospitalidad necesaria para vincularnos en una comunidad humana, sin aniquilar ideológicamente a las personas en su dignidad, se hace presente, patente y necesario recuperar. Como dicen Ramsay y Santi Santamaria, es preciso combatir el fast food, no porque no sea un buen alimento, sino por la forma de vida que propone, que es la misma que Gheorghiu en su obra La Hora 25 criticaba: la del “hombre-máquina” o como dice Lipovetsky la del simulacro hipérbolico.
El fast-food es un simulacro de la cocina y por tanto de las relaciones humanas, pero lo que es peor, una ilusión de vida moral adecuada al discurso democrático-capitalista-liberal o a otras ideologías más; detrás de las cuales se encierra toda una perversión y un horror de los valores culinarios.

Slavoj Zizek, el polémico y mediático filósofo lacaniano crítico de la ideología, en una entrevista que dio recientemente nos expresa  ideas, muy sugerentes, acerca de lo que se encuentra detrás de la ideología dominante, y cuyo principio fundamental creo afecta el día de hoy al acto de la cocina y la alimentación, siendo en parte, responsable de nuestra degradación moral.

Para Zizek (Cfr. Slavoj Zizek, arriesgar lo imposible. Conversaciones con Glyn Daly. Trotta, p.102), al igual que para muchos otros filósofos contemporáneos, nuestra sociedad se debate moralmente en las interpretaciones del significado del nihilismo anunciado por Nietzsche, el cual es una re-interpretación de las consecuencias prácticas del pensamiento de Dostoievsky, en el famoso “Dios ha muerto” o “Si Dios no existe, todo está permitido”.

Lo que significa que si ya no existe un sentido absoluto de valores trascendentales parecería que no hay fundamento a los valores morales y al sentido último de la existencia. Ante esto, Nietzsche planteó dos alternativas de sentido, o el último hombre o el super-hombre. El super-hombre sería una especie de renacimiento del hombre desde la valoración y recreación de sus valores más universales, una especie de humanismo llevado al extremo. Pero según Zizek, en realidad vivimos en la época del último hombre hedonista, que ni busca el heroísmo, ni los valores, sino su propio goce individual y privado, mediocre y conformista, pero por lo mismo perverso.

En términos de la cocina, los super-hombres serían aquellos que se comprometen heroicamente a crear nuevas formas de comunicación culinaria que expresen lo mejor que los seres humanos tenemos de nosotros mismos, sin mediocridad ni conformismos. Pero el último hombre, es el que se conforma con hacer de la cocina un instrumento de sus placeres privados que nada tienen que ver con un sentido de comunidad o de realización humana, en donde impera el principio de la eficiencia: bajos costos, altas ganancias en poco tiempo y poco esfuerzo, para unos cuantos.

Para Zizek, este es el caso, y entonces el lema Nietzscheano y de Dostoievsky, de acuerdo con Lacan se invierte: “Si Dios está muerto, todo está prohibido.” Es decir, ese último hombre se instaura con sus sutiles formas de dominación en los discursos ideológicos actuales que establecen pautas aparentemente morales, lo mismo a nivel político que a nivel culinario y/o alimenticio. Por tanto crean una ilusión fundamental, la de que tenemos una infinidad de opciones de alimentación, pero en realidad sólo podemos hacerlo en los términos de estos sujetos ideológicos que controlan el mercado de alimentos y que se basan en los procesos de fast-food. El problema ético de la cocina en nuestros tiempos es que se ha convertido en una forma de alimentar al hombre-máquina, y las máquinas no necesitan conversar, tiempo para comer o para crear gastronomía, sino hacer de la comida un mero instrumento que lo mantenga funcional reduciendo y convirtiendo los valores de la identidad culinaria a valores de la mera eficiencia, sin diversidad y mucho menos con  hospitalidad.

La forma de vida que propone el fast-food se basa esencialmente en sustituir el acto de cocinar por un proceso industrial, homogenizando la diversidad culinaria en estándares de gusto, uniformizando los sentidos y convirtiendo al cocinero en un simple operador del proceso. Alguien podría preguntar ¿qué hay de malo en esto? Como ocurre en el documental de Food inc.  (Comida S.A.) Lo que tiene de malo es de orden ético, porque estos procesos se apoderan e impiden que como seres humanos tengamos una relación racional y libre, de intimidad, de sentido con el propio acto de la alimentación, convirtiendo todos sus elementos: animales, vegetales, ecológicos, humanos, históricos, en abstracciones o indicadores de un sistema de producción del cual dependen y al cual están esclavizados.

En esencia el productor de alimentos ya no produce en función de una tradición, cultura e historia, es decir desde una sabiduría de los procesos que ha tardado años en desarrollarse de generación en generación, los cocineros dejan de tomar decisiones sobre los alimentos y solo siguen los protocolos establecidos por los criterios de uniformidad, homogenización y eficiencia de la industria, controlada por un mercado creado artificialmente; los que nos alimentamos, creemos que eso hacemos, pero en realidad lo único que hacemos es un acto de consumo como si fuéramos máquinas que obtenemos nuestro combustible. Paradójicamente, el día de hoy, en contraparte, tenemos más canales gourmet que nunca, con chefs que se han vuelto estrellas de cine, la pregunta es si ¿esta será una forma de hacer consciente o de recuperar nuestras relaciones humanas con la alimentación y la cocina? ¿o está dentro de la misma lógica de la que nos habla Zizek?

La ideología implementada por el fast food, se sustenta en tres principios: eficiencia, bajos costos y control sobre la cadena de producción y distribución. Esto provocó varios cambios en el proceso: transformó la granja en una fábrica, a los animales en objetos de uso, a los granjeros en operadores de maquinaria, en usuarios de sus patentes y su tecnología, el alimento en un simple objeto de consumo de una ilusión sin conciencia alguna sobre las condiciones de vida de la fábrica. Inclusive  el concepto de alimento saludable se trasladó al espacio cerrado y controlado sistemáticamente por indicadores estadísticos propios de un experimento. Pretendiendo con este proceso dar la ilusión de la diversidad en opciones de alimentación higiénica, pero en realidad son alimentos controlados por menos de 5 empresas multinacionales, que alteran la naturaleza específica del alimento y su proceso, generando alimentos contaminados y menos saludables, a los cuales para intentar contrarrestarlo en sabor y limpieza les introducen maíz a gran escala y amoníaco. Esto conlleva la formación de bacterias que no se formarían en los ciclos normales, a la contaminación con las propias defecaciones de los animales hacinados, a la alteración del medio ambiente.

Para lograr esto hacen que al cliente, a los empleados, los proveedores, los granjeros los chantajean económicamente, los hacen ser sus dependientes totales mediante prácticas inmorales que se justifican legalmente teniendo a sus empresarios en los puestos de la instancias reguladoras y no le permiten al consumidor saber la verdad y elegir lo que quiere, puede y debe comer. Esto sin indicar cómo puede ser que haya tanta obesidad y diabetes en países como EUA y México, y en otros lados haya una total escasez de alimentos.

En otras palabras, este proceso ha generado una enajenación culinaria y humana de los valores que hacen posible la cocina como un acto moral donde se comunica y se realiza una forma de vida; la industria se apoderan de la racionalidad y la libertad de todos los implicados. Como en el caso de las empresas que son dueñas de las patentes de semillas modificadas genéticamente, se las regalan a los dueños de las tierras, pero después de ello no pueden guardar las semillas pues el dueño de las mismas es la empresa, y no pueden sembrar las suyas propias porque la tierra ya no produce otro tipo de semillas, es decir, les roban su propiedad jurídicamente y tecnológicamente. De esta forma los cultivadores de semillas ya no pueden vivir fuera de la empresa, es una situación de vida y muerte, como decía Zizek, todo está prohibido, y las empresas de este tipo no solo lo hacen en nombre de Dios sino de sus nuevos ídolos, las modificaciones genéticas.

En esta forma de vida se trata de consumir los productos no de alimentarse, y para consumirlos no puedo hacerlo fuera del supermercado, es decir, en realidad debo consumir sin su sustancia, no puedo consumir local, debe consumir con uniformidad. Podríamos decir que en general la muerte de Dios es la sustitución de valores esenciales, en este caso de la cocina o de la producción de alimentos, por valores que no son esenciales y que son solo importantes para los intereses particulares de algunos cuantos que pueden controlar el proceso.

Esta sustitución se da en diferentes niveles: al nivel de la cría de animales y cultivo de vegetales, los animales ya no son criados, sino ensamblados. La crianza que implica el cuidado del animal, la relación con el animal y sus cualidades, y sobre todo con su vida en la que se aprenden los límites del hombre en relación con la naturaleza se convierte en producción en masa, en la cual los animales son tratados como piezas de una gran maquinaria, sin respeto ni consideración a su carácter vital, a su tiempo de desarrollo.

Los granjeros ya no cultivan, sino que operan, el granjero ya no es dueño de sus animales, sino que se vuelven sólo productores de los animales modificados por la industria de los alimentos. Los hábitos de vida se desligan de los ciclos de la naturaleza, del asombro de conocer cómo crece la vida y cómo es fruto del trabajo y una relación de respeto y cuidado sobre los mismos, ahora se vuelve sólo un proceso mecánico que privilegia lo efímero.

El trabajo de esta industria se vuelve mecánico, super-especializado, rutinario, por tanto se pueden dar bajos salarios y las personas se hacen fácilmente reemplazables, no se les ofrece un proyecto de vida. No hay conexión humana con los animales, las personas y los alimentos. Las compañías endeudan a los productores de tal forma que al no poderles pagar en el tiempo se apoderan de su actividad y controlan todo el proceso, los convierten en esclavos con el mismo proceso que en otros años en México se hacían esclavos en las empresas del henequén. Otras contratan a los indocumentados no porque les den trabajo sino porque los usan y abusan de ellos, e inclusive los desechan bajo una razón numérica a las autoridades de migración, no porque sean legales, sino porque es una manera de mantener la la eficiencia del proceso en función de una serie de indicadores.

Las decisiones del granjero, que se basan en una sabiduría heredada, en un contacto real con la naturaleza,  se trasladan a las del corporativo, donde la eficiencia impera. Se pierde la responsabilidad y la integridad sobre las decisiones, desconectándose del proceso vital y por lo tanto tratándolo sin respeto, igual que tratan al puerco igual tratan a las personas. La crueldad y la frialdad de la máquina, del hombre máquina aniquila lenta y silenciosamente el aprecio de valores fundamentales.

Preguntemos de nuevo ¿Qué tiene de malo producir alimentos uniformados en el gusto con eficiencia y bajos costos? Lo que tiene de malo es proponer una forma de vida que no es buena humanamente, pues termina por enajenarnos de la propia condición de nuestra existencia. Por ello para muchos oficinistas, la comida y la cocina han perdido sentido y significado durante el tiempo de su trabajo, y así su carácter sagrado y de comunicación; pero paradójicamente se la pasan en la televisión viendo las ilusiones gastronómicas a las que no pueden acceder, no porque no tengan los ingresos, sino porque no tienen el tiempo para realizarla, compartirla o disfrutarla. La cocina, como el pensamiento, son valores esenciales para desarrollarse como seres humanos, si no cambiamos las estructuras de nuestro tiempo vital y nos damos un tiempo para pensar, o un tiempo para comer, para cocinar, en el fondo no nos damos tiempos para vivir, y esto sí es grave, pues es el camino más dulce de convertirse en un muerto en vida.

Estas reflexiones me llevan a pensar que la cocina como arte gastronómico, es probablemente la única forma de arte que puedo interiorizar su sentido al saborearla, al sentirla, olerla y hacerla mía en el acto mismo de comer. Es un arte por el que interiorizo directamente su sentido, si se sustituye por procesos industriales, estamos haciendo de la cocina un kitsch o un acto de mala fe, a lo mejor por ello los chefs en televisión se han vuelto modelos inspiracionales.

La responsabilidad de la vida buena reside en las decisiones que tomemos para generar valor, y encuentros valiosos somos seres humanos, no sólo somos víctimas de una industria de alimentos irresponsable, sino corresponsables por no exigir lo que  moralmente nos deben como generadoras de un servicio de bien común. Como testimonian algunos de los entrevistados en el documental de Food inc. La alternativa reside en que cada uno se haga un consumidor responsable, o en otras palabras, hay que empezar por hacerse responsable del propio sentido personal de la existencia, del cuidado de sí, y en ese sentido hacerse cargo de la misma dignidad de nuestras relaciones con los otros, y al o mejor con esta perspectiva podamos exigir a los productores que organicen sus procesos no solo con criterios de eficiencia, sino con valores que siempre han sido esenciales en la alimentación: respeto a los animales, a  los trabajadores y al medio ambiente, a los ciclos de la naturaleza, a la veracidad de la información de lo que estamos consumiendo y sobre todo al tiempo necesario para disfrutarla como un ámbito de encuentro y comunicación.

No se trata de un discurso moralizador, sino de recuperar lo esencial del gusto, como uno de los sentidos primigenios por los cuales conocemos el mundo y nos conocemos a nosotros mismos, la uniformidad del gusto por la eficiencia y los tiempos de la máquina es una enajenación de sí mismo y por tanto del otro y de las relaciones con el mundo. Tampoco se trata de satanizar la tecnología o la técnica, sino de que ésta tenga su lugar adecuado dentro de una sabiduría moral y una sabiduría culinaria. Pues como diría Sócrates, una vida buena es una vida que se examina, en otros términos, una vida buena es una con un buen gusto formado por la cocina, vivir bien es llegar a ser lo que eres con sabiduría, vivir bien es llegar a ser lo que eres con buen gusto.